sábado, 19 de octubre de 2013

Marta Riquelme, por Guillermo Hudson


I


Lejos de los caminos frecuentados por viajeros, duerme la provincia de Jujuy, en el corazón de este continente. Es la más apartada de nuestras provincias, y está separada de los países del Pacífico por la gigantesca Cordillera de los Andes; es una región montañosa y poblada de bosques, de tórridos calores y fuertes tormentas; las únicas vías de comunicación que tiene este enorme territorio con el mundo exterior son unas cuantas carreteras apenas más grandes que caminos de herradura.

Los habitantes de esta región tienen pocas necesidades; no ambicionan progresar, y nunca han variado su manera de vivir. Los españoles tardaron largo tiempo en conquistarlos; y hoy día después de tres siglos de dominación Cristiana, todavía hablan el quichua y se alimentan en gran parte con patay, una especie de pasta dulce con- feccionada del fruto del algarrobo; emplean, así mismo, como bestias de carga, la llama, regalo de sus antiguos señores, los incas.

Lo dicho hasta aquí es de común conocimiento, pero nada saben
los de afuera del carácter peculiar del país, o de la laya de cosas que acontecen dentro de sus confines, siendo Jujuy para ellos sólo una región muy lejana, contigua a los Andes, a la cual el progreso del mundo no afecta. Ha querido la Providencia darme un conocimiento más íntimo del país, y éste ha sido para mí, desde hace muchos años, una gran aflicción y penosa carga. Pero al tomar la pluma, no lo hago con objeto de quejarme de que todos los años de mi vida se consumen en una región donde todavía se le permite al gran enemigo de la humanidad poner en tela de juicio la supremacía de Nuestro Señor, y que pelea en lucha igual con sus discípulos; mi único objeto es precaver -y quizá también consolar- a los que me suceden aquí en mi ministerio y vengan a esta iglesia de Yaví, ignorando las medidas que se tomarán para matar sus almas. Y si yo asentara en esta relación cual- quier cosa que pudiera perjudicar a nuestra santa Religión, debido a nuestro pobre entendimiento y nuestra poca fe, ruego que el pecado que cometo en ignorancia se me perdone, y que este manuscrito perezca milagrosamente sin que nadie lo haya leído.
Cursé teología en el famoso Seminario de la ciudad de Córdoba, y en el año 1838, habiendo cumplido veintisiete años, fui nombrado cura de una pequeña parroquia en la lejana provincia ya mentada. ¡La costumbre de obedecer que me inculcaron de muchacho mis maestros los jesuitas, hizo que ya aceptara este mandato sin murmurar y aun con aparente regocijo. Pero me llenó de pena, aunque debí sospechar que algún duro destino de tal naturaleza me fuera designado, viendo que en el Seminario me hicieron estudiar el quichua, lenguaje que hoy día sólo se habla en las provincias andinas. Con amargo mas secreto pesar me arranqué de todo lo que hacía la vida amena y apetecible -la sociedad de muchos amigos, las bibliotecas, la hermosa iglesia donde había ido a misa- y de aquella renombrada universidad que ha prestado a los turbulentos anales de nuestro desdichado país cualquier lustre de saber y poesía que posean. 

Mis primeras impresiones de Jujuy no fueron muy alentadoras. Después de un fatigoso viaje que duró cuatro semanas -los caminos eran malos y el país estaba muy revuelto por aquel tiempo -, llegué a la capital de igual nombre que la provincia, un pueblo de unos dos mil habitantes. De allí proseguí a mi paradero, un caserío llamado Yaví, situado en la frontera nordeste, donde nace el río del mismo nombre, al pie de aquella cadena de montañas que, desprendiéndose de los Andes hacia el Este, separa a Jujuy de Bolivia. Sufrí una gran decepción con la laya del lugar al que había venido a vivir. Yaví era un pueblecito desparramado de unas noventa almas, ignorantes, apáticas la mayor parte indios. A mi desacostumbrada vista, el país parecía consistir en una confusión informe y desolada de rocas y gigantescas montañas, comparadas con las cuales las famosas sierras de Córdoba llegaban a parecer meras lomas, y de vastos y lóbregos montes, cuyo silencio sepulcral sólo era interrumpido por el grito salvaje de algún ave peregrina, o por el sordo ruido atronador de una lejana catarata.

Luego que me hube dado a conocer a la gente del pueblo, me puse a obtener informes del país la redonda; pero al cabo de poco tiempo, empecé perder toda esperanza de poder encontrar alguna vez los límites circundantes de mi parroquia. El país era salvaje, y estaba habitado únicamente por unas pocas familias, muy separadas como todo despoblado, me era en sumo desagradable, pero como con frecuencia tendría que hacer largas excursiones, resolví aprender lo más posible de su geografía. Luchando constantemente por vencer mis propias inclinaciones, que congeniaban más bien con una vida sedentaria y estudiosa, me propuse ser muy activo; y habiéndome procurado una buena mula, empecé a hacer largas caminatas todos los días, sin llevar un baqueano, y con sólo una brújula de bolsillo para no perderme. Jamás he podido vencer mi aversión a desiertos silenciosos, y en mis largas excursiones evitaba los tupidos montes y profundos valles, siguiendo, en cuanto fuera posible, por la abierta llanura.
Un día, habiendo ido a unas cuatro o cinco leguas de Yaví, encontré creciendo solitario, un árbol de gran tamaño, y sintiéndome sofocado por el calor, me apeé de la mula y me tendí a su amena sombra. Se oía venir de su follaje un continuo susurro de lechiguanas, pues el árbol estaba en flor, y este arrullo calmante me produjo aquella tranquilidad de animo que conduce insensiblemente al sueño. Estaba, sin embargo, aún lejos de quedarme dormido, con ojos entornados, cuando, de repente, desde la densa frondosidad, sobre mi cabeza, resonó un grito, el más terrible que jamás haya oído ser humano. La voz era como la de un mortal, pero expresaba un grado de agonía y desesperación más allá de lo que podría sentir cualquier alma viviente, y me hizo la impresión que sólo podía haberlo producido alguna anima en pena, a la cual se le hubiera permitido vagar por breve tiempo por la tierra. Se siguieron grito tras grito, cada cual más fuerte y terrible que el anterior, y de un salto me puse de pie, el pelo erizado y brotándome, de puro susto, un profuso sudor por todo el cuerpo. Lo que originaba aquellos gritos enloquecedores permaneció invisible a mis ojos; y, por último, corriendo a mi mula, monté de un salto en ella y no dejé por un momento de azotar a la pobre bestia durante todo el camino a casa. 

En llegando a Yaví, mandé buscar a un tal Osuna, un indio rico que hablaba el castellano y que era muy respetado en el pueblo. Por la noche vino a verme, y entonces le conté el trance tan extraordinario que me había acontecido ese mismo día.

No se aflija, padre repuso; eso que usté ha oido es el kakué. 

Entonces supe por él que el kakué es un ave que frecuenta los montes más lóbregos y apartados, y que tiene fama entre los indígenas por su terrible grito. Me informó, igualmente, que kakué era el antiguo nombre del país, pero la palabra había sido mal deletreada por los primeros exploradores y escrita Jujuy, y, por último, se había conservado este vocablo corrompido. Todo esto que oía entonces por vez primera es histórico; pero cuando prosiguió a informarme que el kakué es un ser humano metamorfoseado, y que espíritus compasivos transforman en estas lúgubres aves a mujeres y a veces a hombres, cuyas vidas han sido obscurecidas por grandes sufrimientos y calamidades, le pregunté, un tanto desdeñosámente, si él, un hombre educado, creía tales absurdos. 
No hay un hombre en todo Jujuy repuso que no lo crea. 

Ésa es una mera aserción dije; pero demuestra a qué lado se inclina usted. Sin duda que la superstición respecto al kakué es muy antigua, y nos ha venido junto con el quichua de los aborígenes. Transformaciones de hombres en animales se hallan generalmente en todas las religiones primitivas de la América del Sur. Por ejemplo, relatan los guaraníes que, una vez, huyendo de un incendio que se produjo por haber topado el sol con la tierra, mucha gente se arrojó al río Paraguay, y fue al instante transformada en capibaras y caimanes; mientras que otros, que treparon a los árboles, -fueron chamuscados y ennegrecidos por el fuego, y vuelto monos. Pero sin ir más allá de las tradiciones de los incas, se cuenta que, después de la primera creación, toda familia humana que habitaba las faldas de los Andes fue transformada en grillos por un demonio que le tenía enemistad al Creador. Por todo el continente, estas antiguas creencias están muertas o moribundas; y si la leyenda del kakué todavía tiene crédito aquí entre el vulgo sólo es debido a la situación aislada de esta región, que está ceñida por grandes montañas, y a no tener trato con los países vecinos.

Percibiendo que mis argumentos no habían producido ningún efecto, empecé a encolerizarme y le pregunté cómo él, un cristiano, se atrevía a profesar su creencia en una fábula engendrada en la imaginación corrompida de los gentiles.

Se encogió de hombros y repuso:
Yo sólo he dicho lo que nosotros, en Jujuy, sabemos ser un hecho. Lo que es, es, y aunque usté hable hasta mañana, no lo puede cambiar, por muy letrao que sea.

Su respuesta me produjo un extraño efecto.

Por primera vez en mi vida me sentí acometido de la sensación de cólera en toda su fuerza. Poniéndome de pie, me paseé por el cuarto agitadamente, gesticulando y golpeando la mesa con las manos, y entonces, sacudiendo los puños cerca de su rostro, con ademán amenazante, y empleando un lenguaje violento, impropio de un discípulo de Nuestro Señor Jesucristo, reprendí la ignorancia - degradante y la bárbara condición mental rancia de la gente con quien había venido a vivir, y, más particularmente, de la persona que tenía ante mí, que se preciaba de tener cierta educación, y debiera haber estado libre de las supersticiones del vulgo. Mientras le amonestaba de esta manera, él permaneció sentado, fumando un cigarrillo, dejando escapar de sus labios espirales de humo y observándolas elevarse hacia el techo; su arrogante y estudiada indiferencia enconó mi rabia, hasta tal punto que apenas pude refrenar el deseo de arrojarme a él y derribarlo al suelo con una de las sillas con asiento de junco que había en la habitación.

Sin embargo, tan pronto como se fue Osuna, sentí un
remordimiento abrumador por haberme portado de un modo tan indecoroso. Pasé toda la noche en oración y vertiendo lágrimas penitenciales, y resolví, en adelante, velar muy estrictamente sobre mí mismo, ahora que se había revelado el secreto enemigo de mi alma. No pude haber tomado esta resolución más a tiempo. Hasta aquí, yo me había considerado una persona de disposición un tanto plácida y benigna; el cambio repentino a nuevas influencias, y también, tal vez, un secreto fastidio con mi suerte, habían desarrollado mi verdadero carácter; éste habíase vuelto en sumo grado impaciente, y propenso a repentinas y violentas explosiones de cólera, durante las cuales no acertaba muy bien a refrenar la lengua. Esta continua vigilancia sobre mí mismo, y la lucha con mi depravada naturaleza, que se habían hecho necesarias, eran la causa de sólo la mitad de mis males. Descubrí que mis parroquianos, casi sin excepción, tenían aquella misma índole torpe y apática, respecto a cosas espirituales, que tanto me ha exasperado en el tal Osuna, y que ha obstruido todos mis esfuerzos por hacerles el bien. Esta gente, o, más bien dicho, sus progenitores, abrazaron el Catolicismo hace siglos; pero jamás ha penetrado bien en sus corazones. Es con ellos todavía cosa superficial, y si sus espíritus, medio gentílicos, fueron profundamente conmovidos, no fue por el relato de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, sino por alguna creencia supersticiosa heredada de sus progenitores. Durante todos los años que he pasado en Yaví, jamás he dicho misa, jamás predicado un sermón, jamás he hablado de la consolación de la fe, sin punzarme el pensamiento que mis palabras eran inútiles; que estaba regando la roca donáe ninguna semilla podría germinar, y gastando mi vida en inútiles esfuerzos, por enseñar la Religión a corazones empedernidos. ¡Cuántas veces no me han venido a la memoria aquellas palabras de nuestro santo y muy docto padre Guevara, donde se queja de las dificultades que encontraron los primeros misioneros jesuítas! Cuenta cómo se trataba de impresionar a los chiriguanos con el peligro que corrían si rechazaban el Bautismo, describiéndoles su estado futuro cuando fueron condenados al fuego eterno del infierno. A lo cual ellos respondieron que no les inquietaba aquello, sino que, por el contrario, les regocijaba grandemente oír que aquellas futuras llamas serían in- apagables, pues ello les ahorraría infinita molestia, y que si acaso hallaban el fuego demasiado cálido, se alejarían a adecuada distancia.

¡Tan difícil era para sus gentílicas inteligencias comprender las
solemnes doctrinas de nuestra fe! 



II 

Mi conocimiento del quichua, adquirido sólo a fuerza de estudiar vocabularios, no me sirvió gran cosa al principio. Hallé que no podía conversar con la gente sobre asuntos caseros, y esto fue un gran estorbo en mi camino, y me afligió por más de una razón. No tenía libros ni cosa alguna en echar el tiempo o recrearme, y de qué aprovechar el tiempo o recrearme, y de consiguiente, busqué con avidez a las pocas personas del lugar que hablaban en español, pues siempre he sido de carácter muy sociable. Éstas eran sólo cuatro: un hombre muy viejo, que murió a poco que yo llegara; Osuna, a quien le había tomado un aborrecimiento invencible, y otras dos, que eran mujeres, la viuda de Riquelme y su hija. De esta niña debo ocuparme algo extensamente, pues que es de su suerte, en particular, que trata esta narración. La viuda de Riquelme era pobre, siendo su única hacienda una casa en Yaví. Ésta tenía un huerto de buen tamaño, que producía una abundante provisión de frutas y legumbres, y bastaba para alimentar, a la vez, a algunos pocos chivos, de modo que estas dos mujeres saca suficiente con que vivir -sin lujo- de su porción de terreno. Eran de pura sangre española; la madre estaba prematuramente envejecida y acabada; Marta, la hija, quien tenía poco más de quince años cuando yo llegué a Yaví, era la cosa más linda que jamás hubiera visto, aunque en esto puede que yo haya estado predispuesto pues sólo la veía al lado de las indias de color atezado y pelo tieso, y comparada con sus rostros vulgares, la cara de Marta era angélica. Sus faces eran regulares; su tez blanca, pero de aquel moreno pálido que se repara en algunos cuyas familias han vivido durante generaciones en países tropicales. Los ojos, sombreados por largas pestañas, eran de aquel matiz violado que se ve algunas veces en gente de raza española, ojos que hasta que se les observa atenta parecen negros, mente. Pero la flor de su belleza y su gloria principal era su cabellera, extremadamente larga, lustrosa y de un color dorado oscuro... ¡causaba verdadera admiración! 

La sociedad de aquellas dos mujeres, rebosando de dulzura y simpatía, parecía que iba a ser una gran dicha para mí, y estaba con ellas muy a menudo; pero pronto descubrí que, por el contrario, iba a traer un nuevo amargor a mi existencia. El amor cristiano que sentía por aquella hermosa chiquilla, fue degenerando poco a poco en una pasión mundana, de tan dominante poder, que todos mis esfuerzos por arrancarla de mi pecho fracasaron. No puedo describir mi desdicha durante los largos meses en que luché vanamente con aquella pasión pecaminosa, durante los cuales pensé muchas veces, con el corazón lleno de amargura, que mi Dios me había abandonado. El temor que llegara el tiempo en que se revelarían mis sentimientos, aumentó hasta tal punto que, por último, para evitar tan grande mal, me vi precisado a dejar de ir a la única casa en Yaví que visitaba con placer. "¿Qué habré hecho, ¡por Dios!, que merezca ser perseguido tan cruelmente por el demonio?", era el constante clamor angustioso de mi corazón. Ahora sé que aquella tentación fue sólo una parte de aquella larga y desesperada lucha, en la que los siervos del príncipe de la potestad del aire estaban empeñados en vencerme.

Durante cinco años, este conflicto no dejó dé ser un constante peligro, un período que a mí magín pareció haber durado no menos de medio siglo; pero sabiendo que la ociosidad es madre de todos los vicios, estaba ocupado de continuo; pues cuando no había algo que me llevara fuera de Yaví, trabajaba en casa con mi pluma, llenando de este modo muchos tomos, que más tarde puedan servir para aclarar un poco la importante cuestión, desde el punto de vista histórico, de la dominación cisandina de los incas y de su efecto sobre las naciones conquistadas.

Cuando Marta llegó a tener unos veinte años, corrió la voz en

Yaví que había prometido su mano a un tal Cosme Luna, y es preciso decir algunas palabras sobre esta persona. Como tantos jóvenes sin medios o empleo, y sin deseos de trabajar, era un inveterado jugador, y se lo pasaba rodando de pueblo en pueblo, y en ir a las carreras de caballos y a las riñas de gallos. Yo hacía mucho tiempo que lo consideraba como la misma peste; bajo un agradable exterior, era un ente vil con todos los vicios imaginables, y sin una sola virtud compensadora; fue, por consiguiente, con el más profundo dolor que supe que Marta le había prometido su mano. La viuda, que, naturalmente, estaba muy contrariada con la elección de la moza, vino lamentándose donde mí, a rogarme con lágrimas en los ojos que la ayudara a persuadir a su hija a que rompiera un compromiso que presagiaba para ella una vida de infortunios. Pero con aquel sentimiento oculto en el fondo de mi corazón, que siempre luchaba por hacerme caer y arrastrarme a mi ruina, no me atreví a ayudarla, aunque de buena gana hubiera dado mi mano derecha por salvar a Marta de tal calamidad.

La tormenta que produjo en mi pecho esta noticia no se moderó
un solo instante mientras se hacían los preparativos para la boda. Tuve que abandonar mi trabajo, porque no podía ni pensar; ni aun mis ejercicios religiosos, todos juntos, sirvieron para disipar por un momento la furia que se había apoderado de mí. Noche a noche me levantaba de la cama y me paseaba por mi cuarto, horas enteras, tratando en vano de rechazar las insinuaciones de algún demonio que me instaba, de continuo, a que tomara medidas violentas contra el mozo. Se sugerían a mi magín centenares de medios de matarlo, y cuando los había rechazado todos y había rogado a Dios de rodillas que perdonara mi carácter pecaminoso, me levantaba maldiciéndole mil veces más que antes. 

Mientras tanto, Marta no veía nada malo en Cosme, porque el amor la había cegado. Era joven, buen mozo, podía tocar la guitarra y cantar y tenía aquel modo suave y travieso en la con que siempre halaga a las mujeres. Por versación otra parte, vestía bien, y era generoso con su dinero del que parecía estar bien provisto.

A su debido tiempo se casaron, y Cosme, no teniendo casa propia, se vino a vivir en Yaví, con su suegra. Entonces sucedió lo que yo había previsto. Gastó todo su dinero, y sus nuevas relaciones no tenían nada sobre lo que pudiera echar mano para vender. Era demasiado vanidoso para vos, y la pobre gente de Yaví no jugar por centa tenía plata que arriesgar; no podía, o no quería, trabajar, y la vida ociosa que pasaba empezó a fastidiarle. Volvió a sus antiguos hábitos, y luego llegó a ser cosa común con él ausentarse de su casa durante cinco o seis semanas a la vez. Marta se veía muy desdichada, pero no se quejaba, y por nada quería oír una palabra contra Cosme, pues cada vez que regresaba, la gran belleza de su mujer era como una cosa nueva para él, poniéndolo a los pies de Marta y haciéndolo por un corto tiempo su ferviente y amante esclavo.

Por último, fue madre. Me alegré por ella, pues ahora, con el niño
que ocupara sus pensamientos, el abandono de Cosme sería más soportable. Se hallaba ausente cuando nació su hijo; se había ido, según noticias, a Catamarca, y durante tres meses no se tuvieron noticias de él. Era un período de desórdenes políticos, y necesitándose hombres para el ejército, se tomaba a toda persona que se hallara vagando por el país, sin legítima ocupación, para el servicio militar. Y esto era lo que le había acontecido a Cosme. Al cabo, Marta recibió una carta de él, diciéndole que lo habían llevado a San Luis y pidiéndole que le mandara doscientos pesos, pues con esa cantidad podría obtener su exención. Pero le era imposible a ella juntar el dinero; ni tampoco podía irse adonde él, pues la salud de su madre iba rápidamente descaeciendo, y Marta no podía abandonarla al cuidado de extraños. Todo esto le explicó ella a Comne en la carta que le escribió, que tal vez jamás llegara a sus manos, pues no hubo contestación. 

Por último, murió la viuda de Riquelme; entonces Marta vendió la casa y el jardín y todo cuanto tenía, y llevando can ella a su hijito, fue a buscar a su marido. Viajando primero a Jujuy, ella, en compañía de otras mujeres, se unió a un convoy que estaba para emprender un viaje a las provincias del Sur. Pasaron varios meses, y entonces llegó la funesta noticia que el convoy había sido sorprendido por los indios, y todos los que viajaban con él, asesinados.

No me espaciaré aquí en describir la angustia que inundó mi
corazón al conocer el triste fin de Marta; me esforcé a creer que hubiera terminado su zozobrosa vida, aunque mis vecinos solían asegurarme que los indios nunca mataban a las mujeres ni a los niños.

Cada golpe que diera un cruel destino a esa infeliz mujer me había traspasado el corazón; y durante los años siguientes, cuando los puebleros habían dejado por mucho tiempo de hablar de Marta, me levantaba con frecuencia en el silencio de la noche e iba a la casa que ella había habitado, y paseándome bajo los árboles del jardín, donde tantas veces habíamos departido juntos, me abandonaba a mi dolor, que el tiempo parecía incapaz de mitigar.



III



Marta no había muerto; pero lo que le aconteció después de su partida de Yaví fue lo siguiente:

Cuando los indios atacaron al convoy con el cual ella viajaba,
sólo mataron a los hombres, cautivando, a la vez, a las mujeres y a los niños. Al repartirse ellos el botín, le arrancaron de los brazos al niñito, que en ese largo y latigoso trayecto por el desierto, con la perspectiva de una cruel esclavitud, le había servido de consuelo, y se lo llevaron a un lugar distante, y desde ese momento lo perdió enteramente de vista. La compró un indio que podía pagar una hermosa cautiva blanca, y luego la hizo su mujer. Para Marta, una cristiana, la esposa de un hombre al que amaba demasiado bien, este terrible destino que le sobreviniera fue insoportable. También estaba loca de pena por la pérdida de su hijito, y dejando una noche obscura y borrascosa la toldería de los indios, se escapó. Vagó por el desierto varios días y noches, sufriendo grandes fatigas y asustada todo el tiempo de los jaguares; por fin, los indios la hallaron muriéndose de hambre, y sin más fuerzas para huir de ellos. Su dueño, cuando le fue devuelta, no le tuvo ninguna compasión; la ató a un árbol que crecía al lado de su toldo, y allí todos los días la azotaba desnuda, para satisfacer su furia salvaje, hasta que la pobre mujer estuvo a punto de morir de sus extremados sufrimientos. También le cortó el pelo, y trenzándolo, hizo con él una faja, que siempre llevaba a la cintura, trofeo dorado que, sin duda, le ganó gran honor y distinción entre sus compañeros. Cuando hubo aniquilado enteramente de esta manera el espíritu de Marta, y la hubo reducido a la más completa debilidad, la soltó del árbol; pero le ató a su vez un leño al tobillo, de modo que sólo con gran fatiga, y arrastrándose con la ayuda de las manos, podía ella hacer el trabajo diario que le imponía su dueño. Sólo fue cuando hubo pasado un año cautiva y había dado a luz un niñito, que terminó el castigo y le desataron el leño. El amor maternal que sentía por esta criatura de padre tan feroz, era el único consuelo de Marta. En esta cruel servidumbre se le consumieron cinco años de su mísera existencia, y sólo los que conocen el carácter duro, hosco e inhumano del indio, pueden imaginarse lo que fue para Marta ese período, sin la simpatía de sus semejantes, sin esperanza y sin otro placer que el de amar y acariciar a su propio hijo salvaje. Era ya madre de tres de éstos.

No teniendo aún muchos meses el niño menor, Marta había ido
un día a cierta distancia de la toldería a buscar leña, cuando una mujer, también de Jujuy, y cautiva, vino corriendo donde ella, pues había estado esperando una oportunidad para hablarle. Aconteció que esta mujer había logrado persuadir a su marido a que la llevara a su casa en el país cristiano, y también había obtenido su consentimiento de llevarse a Marta, a quien le había tomado un gran cariño. La expectativa de escaparse llenó de gozo el corazón de la pobre Marta; pero cuando supo que de ningún modo podría llevar a los niños, entonces empezó una lucha cruel en su pecho. Rogó amargamente que le permitieran llevar a sus chicos, y, por último, vencida por su insistencia, la otra cautiva, muy mal de su grado, consintió en que se llevara al menor de los tres. 

A poco, llegó el día arreglado para la fuga, y Marta, con el niño en brazos, fue al monte, donde encontró a sus amigos. Luego se montaron en sus caballos y empezó el viaje, que debía durar muchos días, durante los cuales había de padecer de hambre, sed y cansancio. Una noche muy obscura atravesaban un campo montañoso y arbolado, y estando Marta tan cansada que a duras penas podía mantenerse en la silla, el indio, con afectada solicitud, la alivió del niño que siempre llevaba en los brazos. Pasó una hora, y entonces ella, acercándose a su lado, se lo pidió, a lo que él repuso que se le había caído en el río que habían atravesado hacía rato, haciendo nadar sus caballos. No pudo darnos cuenta muy claramente de lo que aconteció después de eso. Sólo recordaba, de una manera vaga, que durante muchos días de abrasante calor, y muchas noches de fatigoso viaje, había clamado de continuo que le dieran su niñito, cuyos gritos, pidiendo que lo salvara, parecía estar oyendo todo el tiempo. Por último, terminó aquel largo viaje. La dejaron en el primer poblado cristiano al que llegaron, después de lo cual, viajando despacio, de pueblo en pueblo, al cabo llegó a Yaví. Al principio, sus antiguos amigos y vecinos no la conocieron; pero cuando por fin se convencieron que, en realidad, era Marta Riquelme a quien tenían por delante, la acogieron como a una que hubiera tornado de la tumba. Supe de su llegada, y, apresurándome para ir a saludarla, la hallé sentada al lado de afuera de la casa de un vecino, rodeada ya de casi la mitad de los moradores del pueblo.

¿Sería posible que esta mujer fuera la Marta que en un tiempo
había sido el orgullo de Yaví? Difícil era creerlo: tan hosco y quemado por el sol y la intemperie habíase puesto su rostro, una vez tan blanco, tan enjuto y arrugado por el sufrimiento y las muchas fatigas que había padecido. Su cuerpo, un puro esqueleto, estaba vestido de andrajos, mientras que su cabeza, doblegada por la pena y desesperación, había perdido aquella dorada cabellera, su principal adorno. Al verme llegar, se echó de rodillas a mis pies, y tomándo, besos. La tristeza que invadió mi espíritu, a la vista de su desolada condición, añadida al gozo por su liberación de la muerte y el cautiverio, me descompusieron: fui como una caña movida del vientol, y cubriéndome la cara, sollocé fuertemente, delante de todos.



IV 



Se hizo todo cuanto pudiera sugerir la caridad aliviar sus desdichada situación. Una mujer para bondadosa de Yaví la recibió en su casa y la vistió decentemente. Pero durante un cierto período, nada que se hiciera sirvió para alentar su abatido espíritu; continuaba llorando el niño que había perdido, y siempre daba la impresión de estar escuchando sus plañideros gritos pidiendo, socorro. Sólo se consoló cuando la aseguraron que Cosme habría de llegar alguna vez. Ella lo creyó, porque quería creerlo, y poco a poco fueron desvaneciéndose los efectos de su terrible experiencia, reem- plazándolos una frebril ansia por la llegada de su marido. Con este sentimiento, que yo hice todo lo posible por avivar, viendo que era su único remedio contra la desesperanza, vino también otra cosa nueva que la preocupara: la de su aspecto personal. La belleza jamás podría recobran pero tenía buenas facciones, y ésas no podían alterarse; sus ojos también conservaban su color de violeta, y la esperanza le devolvía algo de la expresión de antaño.

Por último, cuando hubo estado con nosotros mas de un año, corrió un día la noticia que Cosme había llegado; que se le había visto en Yaví y que se había apeado de su caballo a la puerta de Andrade la tienda en la calle principal. Lo oyó ella y se levantó de donde estaba sentada, dando un gran grito de alegría. Por último había vuelto a ella...

¡Él la consolaría! No pudo esperar que llegara. Salió a toda prisa y voló

como el viento por el pueblo, y en unos pocos momentos se halló frente a la casa de Andrade, anhelante de su carrera, las mejillas arreboladas, y toda la esperanza, la vida y el fuego de su doncellez se agolparon en su corazón. Allí halló a Cosme, casi el mismo, rodeado por sus antiguos compañeros, escuchando en silencio y con rostro desalentado el cuento de los sufrimientos de Marta en el desierto, de su fuga y su vuelta a Yaví, donde la habían recibido como si hubiese vuelto de ultratumba. De pronto la repararon allí parada:
¡Aquí está la Marta, que ha llegado muy a tiempo! gritaron–. ¡Mirá a tu mujer! 

Cosme se apartó de ellos, soltando una extraña carcajada:
¡Cómo! ¿Ésa mi mujer, la Marta Riquelme? gritó–. No, no, amigos; se engañan ustedes; la Marta murió hace tiempo en el desierto ande la he estao buscando. No hay duda de su muerte: ¡dejenmé pasar! 

Pasó rozando a Marta, que permaneció inmóvil, sin poder articular una palabra, y montando rápidamente su caballo, se alejó del pueblo.

Entonces ella, de pronto, volvió en sí, y con un alarido de
angustia, se lanzó tras él, para que volviera; pero viendo que no la escuchaba, desesperó y cayó al suelo, sin conocimiento que la habían seguido, la recogieron y la adentro de la pulpería. Por desgracia, n dabamuerto; cuando recobró el sentido, las excusas que inventaba para exonerar al calavera que le había desamparado. 
He cambiado dijo, he cambiado mucho... y no es raro que Cosme no pueda creer que yo sea la misma Marta de hace seis años... 

En su corazón sabía muy bien que no engañaba... a nadie; era patente a todos que el infame la había abandonado. No pudo soportarlo, y cuando encontraba a conocidos por la calle, inclinaba la cabeza y pasaba de largo, haciéndose la que no los había visto. Se pasaba la mayor parte del tiempo adentro de la casa, y allí permanecía sentada e inmóvil horas enteras, sin decir una palabra, apoyando las mejillas en las manos y con la mirada vaga y distraída. Me desgarraba el alma verla así; la recordaba en mis oraciones, tarde y mañana; empleé todo argumento para animarla, aun diciéndole que con el tiempo recobraría la belleza y robustez de su juventud, y que su marido se arrepentiría y volvería a ella.

Estos esfuerzos no tuvieron ningún resultado. Al cabo de unos pocos días, Marta desapareció, y a Y pesar de que se le buscó diligentemente en las montañas vecinas, no la encontraron. Sabiendo lo insípida y triste que había sido su vida, privada de todo objeto de cariño, pensé que habría vuelto al desierto a buscar la tribu de indios, en cuyas manos había sido cautiva, esperando tornar a ver otra vez a sus hijitos. Por último, cuando había perdido toda esperanza de jamás verla, vino un tal Montero, trayéndome noticias de ella. Éste era un hombre pobre, un carbonero que vivía con su mujer y sus hijos en el monte, como a dos horas de camino de Yaví, y lejos de toda otra habitación. Encontrando a Marta perdida, vagando por el bosque que la había llevado a su rancho, y ella había estado muy feliz de hallar dónde cobijarse, lejos de la gente de Yaví, que conocían su historia; y fuera petición de ella misma que el bueno de Montero había venido todo ese camino a caballo, para avisarme de su seguridad. Para mí fue un gran alivio oír todo esto, y me pareció que Marta había hecho muy bien en escaparse de los puebleros, que siempre andaban señalándola y repitiendo su curiosa historia. En aquel lugar donde se había refugiado,alejada de tristes asociaciones y lenguas chismosas, tal vez las heridas de su corazón irían poco apoco sanando, y volvería la tranquilidad de su perturbado espíritu.

Sin embargo, antes que hubieran pasado muchas semanas, la
mujer de Montero vino a verme, trayéndome muy tristes noticias de Marta. Se había puesto cada día más y más silenciosa, y manifestaba querer estar sola; se pasaba la mayor parte del tiempo en algún lugar apartado, entre los árboles, donde se quedaba sin moverse, cavilando horas enteras a la vez. Ni era esto lo peor. A veces trataba de ayudar en los quehaceres de la casa, preparando el patay o el maíz para la cena, o saliendo con la mujer de Montero a recoger leña en el monte; pero de repente, en medio de lo que estaba haciendo, dejaba caer el atado de leña, y, arrojándose en el suelo, prorrumpía en los gritos y lamentos más desgarradores, exclamando en alta voz que Dios la había perseguido injustamente, que era un Ser lleno de malevolencia, y diciendo muchas cosas contra Él que era terrible oír. Profundamente afligido por esto, pedí que ensillaran mi mula, y acompañé a la mujer de vuelta a su rancho; pero cuando llegamos, no se pudo hallar a Marta en ninguna parte. 

Con gusto me habría quedado a verla, y tratado una vez mas de
persuadirla a que no se dejase vencer por aquel estado de desaliento; pero tuve que volverme a Yaví, pues se había declarado últimamente una epidemia, esparciéndose por todo el país, de modo que rara vez pasaba un día en que no tuviera algún largo viaje que hacer, para atender a un moribundo. Muchas veces, durante aquellos días, gastado por el cansancio y falta de sueño, me apeaba de la mula y descansaba un rato, apoyado en una roca o un árbol, deseando que la muerte viniera a libertarme de tan triste existencia.

Antes de dejar el rancho de Montero, le encargué que me mandará avisar tan pronto como se encontrara Marta; pero durante varios días no tuve ninguna noticia. Por último, llegó un recado, diciendo que habían descubierto su escondite en el monte, pero que no podían persuadirla a que lo dejara, o aun de hablarles; y me suplicaron que fuera, porque estaban muy inquietos por ella y no sabían qué hacer.

Otra vez volví a buscarla, y éste fue el más triste de todos mis
viajes, pues aun los elementos parecían estar impregnados de una inusitada lobreguez, como con el objeto de preparar mi ánimo para alguna calamidad inimaginable. La lluvia, acompañada de terribles truenos y relámpagos, había caído durante varios días, de modo que el país estaba casi intransitable; los arroyos, crecidos por los aguaceros, retumbaban al pasar por entre los cerros, acarreando rocas y árboles, y amenazando, al atravesarlos, de arrastrarnos en su corriente a nuestra perdición. Había escampado; pero todo el cielo estaba cubierto de un obscuro e inmóvil nubarrón, sin que por él atravesara un solo rayo de sol. Las montañas, envueltas en vapores azules, descollaban vastas y desoladas, y los árboles, en aquella atmósfera espesa e inerte, eran como figuras de árboles talladas de sólida roca de negro azabache, y colocados en alguna tenebrosa región subterránea para burlarse de sus habitantes con una imitación del mundo exterior. 

Por último, llegamos al rancho de Montero, y, seguidos por toda la familia, fuimos en busca de Marta. El lugar donde se había escondido se hallaba en un tupido monte, a una media legua del rancho, y siendo la subida a él empinada y dificultosa, Montero tuvo que ir adelante, a pie, conduciendo mi mula por la rienda. Por fin llegamos al lugar donde la habían encontrado, y allí, a la sombra de los árboles, hallamos a Marta, en el mismo lugar, sentada en el tronco de un árbol, empapado por la lluvia y medio enterrado bajo grandes enredaderas y masas de follaje muerto y medio podrido. La hallamos acurrucada, en cuclillas, y con su falda hecha pedazos y cubierta de barro; tenía los codos apoyados en las rodillas, y sus dedos, largos y huesudos, metidos en el pelo, todo enmarañado, que le colgaba en desorden sobre la cara. A esta lamentable situación la habían traído sus grandes e inmerecidos infortunios.

Al verla, un grito de compasión cayó de mis labios, y apeándome de la mula, avancé hacia ella. Al aproximarme, levantó sus ojos a los míos, y entonces me quedé parado, pasmado de horror y asombro de lo que vi, puei; ya no eran orbes suaves de color de violeta, que hasta último habían conservado su dulce expresión conmovedora; ahora sus ojos eran redondos y de salvaje aspecto, tres veces mas grande de lo que eran de ordinario, llenos de un fuego espeluznante dándoles la apariencia de los ojos de algún salvaje animal que se ve acosado.
¡Por Díosl grité.¡Ha perdido la razón!... 

Entonces, hincándome de rodillas, desaté con temblorosas manos de crucifijo que tenía al cuello, y traté de sostenerlo al nivel de sus ojos. Este movimiento pareció enfurecerla; los ojos dementes y desolados, de los cuales había desaparecido toda expresión humana, tornáronse dos bolas ardientes, que parecían despedir chispas de fuego; su corto pelo se erizó hasta que llegó a parecer un enorme cresta sobre la cabeza, y, de repente, bajando sus manos esqueléticas, empujó bruscamente el crucifijo a un lado, prorrumpiendo a la vez en una sucesión de quejidos y gritos, que atravesaron mi corazón de angustia. Y luego, estirando hacia arriba los brazos, prorrumpió en gritos tan terribles, y expresivos de una agonía tap profunda que, abrumado por ellos, me dejé caer al suelo, y me cubrí el rostro. Los otros, que estaban detrás de mí, hicieron lo mismo', porque ningún viviente podía soportar aquellos gritos, cuyo recuerdo, aun ahora, después de tantos años, hace helárseme la sangre de las venas. 

¡El kakué! ¡El kakue! exclamó Montero, que estaba detrás, junto a mí.

Recobrando el sentido, al oír aquellas palabras alcé la vista, para brir que Marta ya no estaba a allí. Porque en aquel mismo momento, aquellos horripilantes gritos resonaban en mis oídos, despertando los ecos de las soledades montañosas, habíase verificado la terrible transformación, y Marta había percibido por última vez con vista humana al hombre y la tierra. En otra forma, en aquella extraña forma del kakué, había huido precipitadamente, para siempre, de nuestra vista, a esconderse en aquellos montes tenebrosos, que iban a ser su morada. ¿Qué cosa haría yo, desgraciado de mí, que mereciera que todas mis luchas y oraciones fueran así frustradas, y que se le hubiera permitido al espíritu del poder de las tinieblas arrancar de mis manos a aquella alma desdichada? Me levanté temblando del suelo, las lágrimas surcando a su antojo mis mejillas, mientras los miembros de la familia Montero me rodearon y seagarraron de mi sotana. Cerró la noche, negra cualla desesperanza y la muerte, y, hallando nuestro camino con la mayor dificultad, regresamos por el monte. Pero yo no quise quedarme con ellos en el rancho; con gran peligro de mi vida, torné a Yaví, y durante todo aquel trayecto obscuro y solitario, clamé a Dios, sin cesar, que me tuviera compasión.

Hacia medianoche llegué en seguridad al pueblo, pero el horror
que me infundieran aquella inaudita tragedia, los temores y las dudas que no osaban todavía expresarse en palabras, permanecieron en mi pecho, para atormentarme. No pude dormir ni comer durante semanas. Quedé hecho un puro esqueleto, y mi pelo comenzó a ponerse blanco antes de tiempo. Hallándome ahora incapaz de mis deberes, y, creyendo que se acercaba la muerte, ansiaba ver otra vez mi ciudad natal. Por último, me escapé, y, después de muchas fatigas, llegué a Jujuy, de donde continué por cortas a Córdoba. 




"¡Ay, Córdoba! Vuelvo a verte otra vez, hermosa a mis ojos, cual la nueva Jerusalén, descendiendo del cielo, aderezada como una esposa ataviada para su esposo. En este lugar, donde primero vi la luz, permítaseme ahora yacer en paz, como un niño cansado, que se queda dormido en el regazo de su madre." 

Así apostrofé a mi ciudad natal cuando, contemplándola desde la
altura, por fin la vi a mis pies, ceñida de purpúreas sierras y resplandeciente a la luz del sol, destacándose las blancas torres de sus muchos templos entre verdosa confusión de arboledas y jardines. 

No obstante, la providencia ordenó que en Córdoba hallara vida,
y no la muerte. Rodeado de viejos y queridos amigos, oyendo misa en aquella vieja iglesia, que conocía tan bien, me volvió la salud, y estuve como uno que se levanta después de una noche de malos sueños, y que, al salir afuera, siente en la cara la luz del sol y el viento. Conté la extraña relación de Marta a una sola persona: al padre Irala, un hombre prudente y de gran sabiduría y piedad, revestido de mucho poder en la Iglesia, en Córdoba. Quedé asombrado que pudiera escucharme serenamente las cosas que le conté me profirió algunas palabras consolantes; pero ni entonces, ni después, trató de aclarar el misterio. En Córdoba pareció levantárseme aquel gran nubarrón del magín, dejando intacta mi fe; volví de nuevo a ser animado y feliz... más feliz que jamás lo hubiera sido desde que me fuera de allí. Así pasaron tres meses; entonces, un día, me dijo el padre Irala que ya era tiempo que me lo devolviera a Yaví, pues habiéndose repuesto mi salud, no había ya nada que me impidiera regresar a mi grey. 

¡Ay, aquella grey, aquella grey en la, cual sólo. había habido para
mí un cordero amado! 

Fui presa de una gran inquietud; todas aquellas dudas y temores indefinibles que se habían disipado, parecían ahora estar volviendo otra vez; le supliqué a Irala que me dispensara de mi cargo y que enviara en mi lugar a alguno más joven: a alguien que no supiera las cosas que le había contado. Contestó que por la misma razón que estaba enterado de esos asuntos, yo era la única persona a propósito para ir a Yaví.

¡Entonces, en mi agitación, le abrí mi pecho. Le hablé de aquella apatía gentílica de los indígenas que yo en vano había tratado de vencer; de las tentaciones que me habían sobrevenido; de la pasión, de la ira y del amor terrenal, y del terrible crimen que me había sentido impulsado a cometer. Que desde que, aconteciera la tragedia de Marta Riquelme, el mundo espiritual me había parecido resolverse en un caos donde Cristono tenía poder de salvar; que en mi desesperanza y desdicha, por poco había perdido la razón y me había huido de allá. En Córdoba me había vuelto la esperanza, mis oraciones habían sido inmediatamente atendidas y el Salvador parecía estar cerca de mí. Aquí en Córdoba, dije al cabo, había vida, pero en el ambiente de Yaví, en aquel ambiente destructor de almas, sólo se hallaba la muerte.
Hermano Sepúlveda repuso, conocemos todos sus sufrimientos, y participamos en ello; sin embargo, es preciso que usted vuelva a Yaví. Aunque usted, allá en el campo enemigo, haya dudado quizá de la omnipotencia de Dios, cuando en me dio de la lucha lo han acosado y herido, Él lo llama otra vez al frente, donde estará con usted y peleará a su lado. Es a usted a quien le incumbe, y no a nosotros, hallar la solución de aquel misterio que lo ha perturbado; y sus palabras parecen demostrar que ya casi ha resuelto el problema. Acuérdese que nosotros no estamos en este mundo para hacer nuestro placer, sino la obra del Señor; que la recompensa suprema no será para aquel que se sienta a la fresca sombra con libro en mano, sino, para el que trabaja en el campo y sostiene las fatigas y los calores del día. Vuélvase a Yaví, y, ¡ánimo!, que a su debido tiempo los ojos de su corazón serán iluminados y todo se explicará. 

Estas palabras me consolaron un tanto, y, meditando mucho en ellas, abandoné Córdoba y a su debido tiempo llegué de nuevo a mi parroquia.

Al apartarme de Yaví, les había prohibido a Montero y a su mujer
que dijeran una sola palabra del modo en que había desaparecido Marta, considerando que era mejor para mi grey que no supiese nada del asunto; pero a mi regreso, al pasar por el pueblo, hallé que todo el mundo lo sabía. Por todos lados se decía que Marta se había vuelto un kakué; y no les asombraba ni espantaba esto; era solamente algo nuevo del que podían chacharear, como de la fuga de Quiteria con su novio, o, de la pelea de Máxima con su suegra.

Teníamos encima la estación más cálida del año, cuando era
imposible hacer mucho, ejercicio o pasar largo tiempo fuera de la casa. Durante aquellos días empezó otra vez a pesar sobre mi alma aquella sensación de desaliento. Cavilé en las palabras del padre Irala y recé constantemente, pero la iluminación que él había presagiado no me vino. Cuando predicaba, mis palabras eran para mis oyentes como un zumbido de moscas en día de verano; entraban en la iglesia y permanecían de pie o hincados en el suelo, escuchando con rostros insensibles, y saliendo otra vez con el corazón inalterado. Después de decir la primera misa, regresaba a casa y sentándome a solas en mi cuarto, pasaba el resto del día sofocante de calor sumido en mis melancólicos pensamientos, no teniendo ninguna inclinación a trabajar. En tales ocasiones, la imagen de Marta, en toda la hermosura de su juventud y coronada de su áurea y resplandeciente cabellera, se erguía ante mí y se me anegaban los ojos de lágrimas. También solía recordar con frecuencia aquella terrible escena en el monte la figura acurrucada, los trapos andrajosos, los ojos encendidos de locura; de nuevo parecían aquellos gritos estridentes repercutir por todo mi cuerpo y resonar en el lóbrego monte, y me levantaba sobresaltado, medio enloquecido por las horribles sensaciones que de nuevo me invadían. 

Y un día, mientras estaba sentado en mi cuarto, con aquellas
remembranzas como única compañía, sentí de repente una voz en el corazón anunciándome que se acercaba el fin, que venía la crisis, y que para cualquier lado que cayera, allí permanecería por toda la eternidad. Me alcé de mi asiento, mirando fijamente ante mí, como uno que ve entrar en su cuarto a un asesino con puñal en mano y se dispone para la lucha que amenaza. Al instante, todas mis dudas, todos mis temores y desordenados pensamientos hallaron expresión y denostaron a gritos a mi Redentor. Clamé a Dios en alta voz que me salvara, pero no acudió; los espíritus de las tinieblas, enfurecidos por mi larga existencia, habían adueñado violentamente de mi alma y la estaban arrastrando a los infiernos. Extendí las manos y agarré el crucifijo de pie a mi lado, asiéndome a él como pudiera hacerlo un marinero de un palo en el agua, al estarse ahogando: "¡Soltadlo! -gritaron mil demonios a mis oídos-; hollad este símbolo de una esclavitud que ha obscurecido vuestra vida y que os ha hecho un infierno de la tierra. El que murió en la cruz ya no os puede salvar; mueren miserablemente los que en Él confían. ¡Recordad a Marta Riquelme, y salvaos de su suerte mientras haya tiempo!

Solté la cruz, y cayendo en las piedras, Clamé al Señor en alta voz pidiéndole que me quitara la vida y tomara mi alma, porque sólo la muerte me libraría de aquel gran pecado a que me instaban mis enemigos que cometiera.

No bien hube pronunciado estas palabras cuando sentí que los espíritus malos se habían apartado de mí, como lobos robadores que han sido espantados de su presa. Me levanté y me lavé la sangre de la frente donde me había lastimado, y alabé a Dios, pues ahora una gran tranquilidad inundó mi corazón, y sentí que Él, que murió para, que todos fuéramos salvos, estaba allí conmígo, y que su gracia me había dado la victoria y librádome del infierno.

Desde ese momento en adelante, empecé a ver el significado de
las palabras del padre Irala, esto es que me incumbía a mí, Y no a él, hallar la solución de los misterios que me habían tenido tan inquieto y la cual, ya casi había descubierto. También vi el porqué de aquella obstinada resistencia a la Religión en las almas de la gente de Yaví; y asimismo el porqué de las tentaciones que me habían acometido, de los curiosos accesos de cólera y de las pasiones carnales que nunca jamás había experimentado y que habían marchitado mi corazón como vientos abrasadores, y de todos los sucesos en la trágica vida de Marta, porque todas estas cosas habían sido preparadas con una astucia diabólica para hacer que mi alma se rebelara. Ya no meditaba de continuo en aquel suceso aislado de la transformación de Marta, pues, ahora, toda la acción de aquella formidable lucha, en la que el poder de las tinieblas siempre pelea contra los siervos del Señor, empezó a manifestarse a mi entendimiento.

En la imaginación volví a aquel tiempo, siglos atrás, cuando aún no había caído sobre este continente ni un celeste rayo de luz; cuando los aborígenes rendían culto a dioses, que llamaban en sus diversos idiomas Pachamac, Viracocha y muchos otros nombres cuyos significados serían en castellano los siguientes: El Todopoderoso, Gobernador de los Hombres, El Señor de los muertos, El Vengador. Éstos no eran seres mitológicos, eran poderosas entidades espirituales, distintas una de otra en carácter; algunas de ellas deleitábanse en guerras y cataclismos, mientras que otras consideraban a sus adoradores mortales no sólo con sentimientos de tolerancia, sino aun de benignidad.

Y a causa de esta creencia en poderosos seres benévolos,
algunos doctos escritores cristianos han mantenido la opinión que los aborígenes tenían el conocimiento del verdadero Dios, mas, obscurecido por muchas falsas doctrinas. Esto es un error manifiesto, porque si en el mundo material no pueden mezclarse la luz y la obscuridad, mucho menos podría el Ser Supremo compartir su soberanía con Belial y Moloc, o, en este continente, con Tupa y Viracocha; pero todos estos demonios, grandes y pequeños, y conocidos por varios nombres, eran ángeles de las tinieblas que se habían dividido entre ellos este nuevo mundo y las naciones, que en él moraban. Ni debe extrañarnos hallar aquí un parecido a la verdadera Religión rasgos sublimes y graciosos que sugieren al Divino Artista; porque el mismo Satanás se transfigura en ángel de luz y no tiene escrúpulos en apropiarse de las cosas inventadas por la Inteligencia Divina. Estos espíritus tenían poder y autoridad ilimitados; su servicio era el objeto principal de los hombres; todo carácter individual y sentimientos naturales eran aplastados por un despotismo implacable, y nadie, ni en sueños, desobedecía sus decretos que eran interpretados por sus sacerdotes; pero todos los habitantes estaban ocupados en construir, en su honor, templos colosales, adornados con objetos de oro y piedras preciosas, y millares de sacerdotes y vírgenes rendían culto con una pompa y grandiosidad que superaba a la del antiguo Egipto y de Babilonia. Ni tampoco cabe dudar que estos seres empleaban con frecuencia su poder para alterar el orden de la naturaleza, transformando a hombres en aves y bestias, causando terremotos que arruinaban ciudades enteras y haciendo muchas otras cosas milagrosas para demostrar su autoridad o satisfacer sus genios malévolos. Llegó el tiempo en que quiso el Ser Supremo demoler este imperio pecaminoso, empleando para ese fin aquel antiguo y frágil instrumento, despreciado de los hombres, el padre misionero, y principalmente a los de la Orden tantas veces perseguida fundada por Loyola, cuyo celo y santidad han sido siempre un estorbo al orgulloso y sensual. En nación tras nación y una tribu tras otra, los antiguos dioses fueron privados de sus reinos, siempre luchando con todas sus armas para hacer resistencia a la conquista. Y al cabo, derrotados por todas partes, y como un ejército que pelea en defensa de su territorio, se ha ido retirando poco a poco ante el invasor, yendo a internarse en alguna región aparentemente inaccesible, donde se resiste hasta el último; así se han retirado a este abrigado país todos los antiguos dioses y demonios, donde, si no pueden impedir que entre la semilla de la verdad, por lo menos han logrado hacer el suelo donde cae estéril como una piedra. Ni parece enteramente extraño que estos seres, en un tiempo tan poderosos, se contenten con permanecer en comparativa obscuridad e inacción, cuando tienen al mundo entero que les ofrece campos dignos de su malévola ambición. Pues, por grandes que sean su poder e inteligencia, son después de todo, mortales, poseyendo -como los hombres- caracteres, capacidades y limitaciones individuales; y después de reinar sobre un continente que han perdido posiblemente no sean aptos para servir en otra parte o no deseen hacerlo. Porque sabemos que aun en las plazas fuertes del Cristianismo, siempre hay suficientes espíritus malos para hacer pecar a los hombres: naciones enteras están bajo el dominio de herejías abominables, y toda religión espisoteada por muchos cuya parte será en donde el gusano de ellos no muere y el fuego nunca se apaga. 
Desde aquel momento en mi última pelea, cuando mi magín empezó a columbrar esta revelación, me he visto libre de sus persecuciones. Ninguna pasión violenta, o impulso pecaminoso, ninguna duda o tristeza han turbado la tranquilidad de mi ánimo. Me hallaba inundado de nuevo celo, y en el púlpito sentí que no era mi voz, sino la voz de algún poderoso espíritu que hablaba a través de mis labios y predicaba a la gente con una elocuencia de la cual yo no era capaz. Sin embargo, hasta aquí, aquella voz no ha podido ganar sus al. mas. Los antiguos dioses -aunque ya no adorados abiertamente- son siempre sus dioses, y si pudiera levantarse un nuevo Tupac Amaru para derribar los símbolos del Cristianismo y proclamar otra vez el imperio de los incas por todas partes, muchos hombres se inclinarían para adorar el sol naciente y reedificar, llenos de gozo, templos al Relámpago y al Arco Iris.

Aunque los espíritus errantes no pueden dañarme, están siempre cerca de mí, observando todos mis movimientos y siempre esforzándose por frustrar mis propósitos. Ahora no hago caso de ellos cuando están presentes.

Mientras desde mi escritorio miro a las montañas, que cual colosal escalera se elevan al cielo, perdiéndose sus cumbres de vista en un hacinamiento de nubes, me parece vislumbrar vagamente la terrible sombra de Pachamac, supremo entre los antiguos dioses. Aunque están en ruinas sus templos, donde el Faraón de los Andes y sus millones de esclavos le adoraron durante mil años, él es siempre temible. En torno suyo se agrupan otras formas colosales en sus brumosas vestiduras: el Señor de los Muertos, El Vengador, El Gobernador de los Hombres y muchos otros cuyos nombres eran en un tiempo de gran potestad en todo el continente. Se han reunido para deliberar en junta; oigo sus voces en el trueno que retumba broncamente desde los cerros, y en el viento que azota los árboles del monte ante la tempestad que se acerca. Tienen sus rostros vueltos hacia mí, me señalan con sus nebulosas manos, hablan de mí, aun de mí, ¡un viejo débil y gastado! Pero no me asustan; tengo el alma firme, aun cuando mi carne está enferma; aunque mientras miro me tiemblan las piernas, espero ganar aun otra victoria antes que pase de este mundo.

Tarde y mañana oro por aquella alma que vaga perdida en el gran desierto; y ninguna voz reprende mi esperanza ni me dice que mi oración sea ilícita. Fuerzo la vista mirando hacia el monte; pero no sé si Marta Riquelme volverá trayéndome las nuevas de su salvación en un sueño de la noche, o si vendrá ella misma en su propia persona a la luz del día. Espero su salvación, y cuando se cumpla, estaré pronto para pasar de este mundo; pues como el viajero, cuyos labios están desecados por abrasadores vientos, y que con la boca llena de arena ansía un trago de agua fresca, se esfuerza por ver el, término de su viaje en el gran desierto, así yo aguardo el fin de esta vida cuando iré donde ti, ¡oh, mi Señor!, y hallaré el ansiado reposo.


El Autor

Nacido el 4 de Agosto de 1841 en Quilmes, Buenos Aires, Argentina, murió el 18 de Agosto de 1922 en Londres

Naturalista y escritor, famoso por sus obras romances. Hijo de ingleses inmigrantes granjeros en Argentina, estudió las vidas tanto vegetales y animales como humanas en lo que en ese momento eran fronteras sin leyes. Luego de enfemarse y quedar afectado por el resto de su vida se sumergió en el estudio de libros que confirmaban sus observaciones. En 1869 se mudó a Inglaterra. Allí comenzó a escribir romances, que a pesar de su posterior reconocimiento, en el momento no tendría éxito. Sus libros sobre estudios ornitológicos le traerían reconocimiento, y con él una pensión del estado. La fama le llegó con sus libros sobre la vida campesina en Inglaterra, cargados de imaginación y amor por la naturaleza. Uno de los personajes de sus libros, Rima, pose un monumento en Londres.

Bibliografía: The Purple Land that England Lost, 2 vol. (1885), El Ombú (1902) Green Mansions (1904) Afoot in England (1909), A Shepherd's Life (1910), Dead Man's Plack (1920), A Traveller in Little Things (1921), and A Hind in Richmond Park (1922) Argentine Ornithology (1888-89) British Birds (1895)

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