sábado, 2 de noviembre de 2013

Carta de Amor a Louise Colet, por Gustave Flaubert




Carta de amor de Gustave Flaubert a Louise Colet

Croisset, 4-5 de agosto de 1846


Hace doce horas todavía estábamos juntos, y ayer, en este mismo instante, te abrazaba. ¿Te acuerdas? ¡Qué lejano parece! Ahora la noche es suave y cálida; puedo oír al gran tulipanero de debajo de mi ventana su­surrando al viento, y cuando asomo la cabeza veo la luna reflejada en el río. Mientras escribo, tengo delante tus pequeñas zapatillas; me quedo mirándolas.


Aquí, encerrado y solo, he dejado a un lado todo lo que me diste. Tus dos cartas están en la bolsita bordada y las voy a releer en cuanto haya lacrado la mía. No te es­cribo en mi papel de carta habitual, este tiene un margen negro y no quiero que nada triste pase de mí a ti. No quiero provocarte nada más que alegría, y rodearte de una dicha tranquila e interminable, para compensarte un poco por la desbordante generosidad del amor que me has dado.

Temo ser frío, árido, egoísta… sin embargo, Dios bien sabe qué está pasando por mi interior en este momento. ¡Qué recuerdos! ¡Y qué deseo! ¡Ah! Nuestros dos mara­villosos paseos en carruaje, qué hermosos fueron, espe­cialmente el segundo, con los relámpagos sobre nosotros. Sigo recordando el color de los árboles iluminados por las farolas de la calle, y el balanceo de los saltos. Estábamos solos, felices: yo te miraba todo el tiempo e, incluso en plena oscuridad, todo tu rostro parecía iluminado por tus ojos.
Me parece que estoy escribiendo mal -leerás esto sin emoción-, no estoy diciendo nada de lo que quiero decir. Mis frases se amontonan como suspiros, para entender­las tendrás que añadir lo que debería ir en medio. Lo ha­rás, ¿verdad? Cada letra, cada giro de los caracteres que escribo, ¿te harán soñar? De la misma manera que la vi­sión de tus pequeñas zapatillas marrones me hace a mí soñar con los movimientos de tus pies cuando estaban dentro de ellas, cuando las calentaban. También el pa­ñuelo está allí; veo tu sangre. Desearía que estuviera completamente enrojecido por ella.
Mi madre me estaba esperando en la estación. Lloró al verme de vuelta. Tú lloraste al verme partir. En otras palabras, ¡tal es nuestro triste destino que no nos pode­mos desplazar una legua sin provocar lágrimas en dos la­dos a la vez! ¡Grotesca y sombría idea! Aquí la hierba es verde todavía, los árboles están tan cargados y el río corre tan plácido como cuando me fui; mis libros siguen abiertos en las mismas páginas; nada ha cambiado. La naturaleza exterior nos avergüenza, su serenidad es un reproche a nuestro orgullo. No importa, no pensemos en nada, ni en el futuro ni en nosotros mismos, porque pen­sar es sufrir. Dejemos que la tempestad de nuestros cora­zones nos arrastre donde quiera a toda vela, y en cuanto a los arrecifes, simplemente tendremos que tentar a la suerte entre ellos.


[...] En el tren leí casi un volumen entero. Me conmo­vió más de un pasaje, pero de eso ya hablaré más extensamente contigo después. Como bien puedes ver, soy incapaz de concentrarme. Esta noche no me apetece nada ser un crítico. Solo quería enviarte otro beso antes de dormir, decirte que te amo. Apenas si te había dejado -y cada vez más a medida que me iba alejando de ti- cuan­do mis pensamientos ya volaban de vuelta a ti, más velo­ces incluso que el humo que veía ondulando hacia atrás desde el tren. (Mi metáfora implica la idea de fuego: perdona la alusión.) Aquí: un beso, rápidamente -tú sabes de qué tipo-, del tipo al que se refiere Ariosto, ¡y otro y otro! Aún otro, y por último uno más justo debajo de tu barbilla, en el lunar que amo, donde tan suave es tu piel; y otro en tu pecho, donde reposo mi corazón. Adieu, adieu. Todo mi amor.




El autor

Gustave Flaubert  nació en Ruan, Alta Normandía, el 12 de diciembre de 1821. Fue un escritor francés, considerado uno de los mejores novelistas occidentales y conocido principalmente por su primera novela publicada, Madame Bovary; y por su escrupulosa devoción a su arte y su estilo, cuyo mejor ejemplo fue su interminable búsqueda de le mot juste ('la palabra exacta').
Murió en Croisset, Baja Normandía, el 8 de mayo de 1880.



lunes, 28 de octubre de 2013

El viaje hacia el mar, por Juan José Morosoli

A pesar de que habían resuelto partir a las cua­tro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.
En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.
–Buen día –dijo aquél al entrar.
–Bueno –respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:
–¿Madrugó, eh?
–Sí –respondió Rataplán–, estamos de viaje a la playa.
–¿A qué playa?
–¿Hay más de una?
–¡Uf!. .. Muchísimas. ¿No conoce el mapa?
–No señor, no lo conozco...
–Pues playas hay muchísimas.. .
–Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?
En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.
Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.
El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se desternillaban de risa. Fue Ra­taplán el que tuvo que pedirle al fin:
–No haga más por favor... Guarde alguno para la playa...
"Siete y tres diez", se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excursionistas.
Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.
Aquél –que era el dueño y conductor del ca­mión– descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.
El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:
–Baje, tome una caña y nos vamos.
–El día va a ser bárbaro e'calor –dijo "Leche con fideos".
–Sí, nos va a sacar lonjas –respondió Rodrí­guez.
Con dificultad, pues estaban muy pesados de caña, los que aguardaban en el café subieron al camión. Después lo hicieron Rodríguez y Arriola y partieron.
El camión, un viejo Ford de bigotes, era uno de esos vehículos que al marchar dan la impresión de andar atravesados, con un juego de adentro ha­cia afuera en las cuatro ruedas que parecía co­municarse al motor por sus explosiones fuera de ritmo. O tal vez, el motor por algún milagro de la mecánica era el que imprimía a las ruedas aquel movimiento. A guisa de toldo tenía una ma­lla de alambre tejido, pues Rodríguez lo destinaba al transporte de gallinas.
Al lado de Rodríguez –piloto por supuesto– iba el Vasco.

Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo.
"Siete y tres diez", era un viejo vendedor de billetes de lotería. Toda su familia la constituía su foxterrier al que había bautizado con el nom­bre de Aquino –el último cuatrero– como ho­menaje a éste y, además, porque el perro no po­día ver la policía. Apenas veía un guardia civil huía ladrando en señal de protesta. Esto agra­daba a "Siete y tres diez", Comentándolo decía que Aquino "en eso salía a él"; además tenía la seguridad de que el can era un animal "fino, lo que se dice fino, pues tenía el paladar negro y era rabón de nacimiento" lo que indicaba una segura aristocracia perruna.
Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de "Siete y tres diez" y su perro hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su costumbre de seguir el batallón en sus desfi­les por las calles del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del tambor.
El Vasco Juan era un hombre callado. Cuando no había trabajo en el horno acompañaba a Rodrí­guez en sus viajes a las chacras. Cuando estaba borracho –cosa que no ocurría muy frecuentemente– se le veía blasfemar e insultar a un desconocido. No se sabía de dónde había venido cuando llegó al pueblo. Los del grupo suponían que estos insultos iban dirigidos a alguien a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un vasco. Y que sólo un vasco –a pesar del alcohol– es capaz de guardar un secreto y hacerse enterrar con él.
Tomaron el camino de la sierra, el que termina en Pan de Azúcar, con sol alto ya. Fue aquí que Rataplán recordó los viajes que hacían los estu­diantes y propuso que se cantara algo. Ninguno sabía canción alguna, con excepción del descono­cido que sabía muchas, pero todas incomprensi­bles para ellos. Al fin coincidieron en Mi Bandera. Rataplán, a pesar de su parcial sordera era el que llevaba el compás con la mano y el único que cantaba. Los otros tarareaban y el descono­cido imitaba un trombón.
Cuando hacía una variación macarrónica, los otros reían estrepitosamente interrumpiendo el canto.
Cuando llegaron a un trozo de camino plano, Ro­dríguez detuvo el camión.
–Parece una bolsa de gatos –dijo. Prendió un cigarrillo, dio dos o tres puntapiés a las gomas del automóvil y preguntó:
–¿Y para qué cantan si no hay nadie?
–Cantamos como los estudiantes cuando salen por ahí –respondió Rataplán.
–Pero ellos cantan en la calle para que los oigan los otros –insistió Rodríguez.
El desconocido dijo entonces:
–Se canta para uno... Por cantar... a veces estoy solo y canto.
Rodríguez se dio cuenta entonces que el hombre era medio raro y recién se le ocurrió pensar por qué estaba allí con ellos, camino de la playa.
Al reiniciar la marcha se lo preguntó al Vasco.
El Vasco señaló a los que iban en el camión y dijo:
–Ellos... yo vine contigo.
–¿Ellos? ¿Y el camión es de ellos? ¿No fui yo quien invité?
–Ahí tenés.
El camión marchaba. El sol estaba alto. Dentro sólo se oía el desconocido cantando una canción en idioma extraño, de ritmo lento y triste. Los otros abrumados por el sol y la caña cabeceaban somnolientos.
El camión seguía jadeando, camino adelante. Re­verberaba el sol. Algún pájaro carpintero dejaba oír su grito que rasgaba la soledad. Algunos rui­dos metálicos de élitros le daban a ésta una du­reza febril y reseca. A veces pulsaba la ardiente distancia el canto de la cigarra. Algún árbol de "Sombra de toro" se achaparraba en los flancos del camino que descendían erizados de piedra mora y tunas "cabeza de negro". Muy lejos, en el tér­mino del camino de descenso de la cuchilla, espe­jeaba algún pequeño cuenco azulado, presencia de una cañada que en seguida desaparecía corriendo bajo la red de berros y espadañas, dejando como señal de su camino un trozo verde oscuro, jugoso y sedante en la pastura reseca y azufrada del resto del campo.
Llegaban ahora frente a un desuñidero de carre­tas. Una docena de árboles daba sombra a viejos fogones sembrados de huesos.
Rodríguez detuvo el vehículo nuevamente. Por el tubo del radiador ascendía una nube de vapor.
–Alcanzó la damajuana –ordenó Arriola. "Leche con fideos" la puso en manos del Vasco. Este la sacudió. El recipiente estaba casi vacío.
–No tiene casi –comentó el Vasco y la entregó a Rodríguez.
–Pero amigo –exclamó éste indignado–, ¿se­rán tan degenerados estos tipos?
Descendió y se dirigió a los hombres:
–¡Tendría que bajarlos a patadas por sinver­güenzas! – Calló un segundo y miró al descocido:
–¿Y a Ud. quién lo invitó?
–Los señores –dijo, y continuó–: yo no tomé una gota, además...
Rodríguez vació el resto de la damajuana en el radiador.
–Dale manija –ordenó al Vasco.
Este dio dos o tres vueltas a la manivela, pero el motor no despertó. Luego repitió la maniobra sin resultado.
Rodríguez, fuera de sí, se encaró con el grupo:
–Bájensela, plastas –dijo.
Uno tras otro recibía la manivela y ponía mano a la obra. Tras un esfuerzo que los dejaba conges­tionados iban subiendo nuevamente al camión.
El Vasco volvió a recoger la herramienta. Fuera de sí, dio como veinte vueltas al hierro, hasta que Rodríguez lo detuvo.
–Pará. Pará. Sos capaz de desarmarlo.
Después levantó el capot. El Vasco, inocentemente y recordando alguna frase oída en circuns­tancia parecida, preguntó a Rodríguez:
–¿No estará frío?
Rodríguez se volvió "hecho una víbora":
–¿Por qué no te vas a la grandísima perra?
El pobre vasco se sentó humildemente en el suelo mientras Rodríguez levantaba la tapa que cubría e! motor. Tocó aquí y allá. Destornilló tuercas, unió y desunió cables sin resultado. En­tonces el desconocido se ofreció:
–¿Quiere que pruebe yo?
Tocó una pieza y se dirigió al Vasco.
–¿Me hace el favor?
El hombre dio un golpe de manija y el motor empezó a marchar.
El rengo, "Leche con fideos" y Rataplán empe­zaron a aplaudir. El camión siguió huella adelante.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodrí­guez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No po­día soportarlo en los pies.
–Tenemos que echarle agua –dijo–. No po­demos seguir más.
Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía ésta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.
Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:
–Ta feo pa bajar y subir con agua...
Rodríguez recordó lo de la damajuana.
–Culpa de ustedes, degenerados... Bueno –terminó– vamos a seguir despacio.
El sol ascendía implacablemente mientras la da­majuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, ja­deaba con agitación creciente.
Rataplán lo observó y comentó:
–¿No se pondrá a rabiar este infeliz?
El desconocido lo miró y exclamó:
–No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.
El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero ha­bía hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.
El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:
–Buen día, amigo –le dijo.
El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Ro­dríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:
–¿No hay agua por aquí?
–Atrás –respondió el otro.
Rodríguez dio un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:
–No vi –dijo.
El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pa­sos, se agachó un poco evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido, añadió:
–¡Allí!. . .
Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roca y caía en una pequeña hoya colmada.
Rodríguez casi corriendo de alegría se dirigió al grupo:
–¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!
Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la damajuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que este enfrió completamente.
–Bueno –habló Rodríguez– ¡a bordo otra vez!
Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:
–¿Usted no siente olor feo?
–Siento. Hace mucho rato que siento. 
Intervino Rataplán:
–Es la carne. Jiede que se las pela...
Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:
–¡Mire que la carne cuando jiede, jiede!
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un re­miendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.
–¡Allá es! –dijo Rodríguez.
Los de adentro iniciaron entonces un nuevo co­ro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semiacostados en el piso. Solo el desconocido, to­cando su trombón y haciendo sus variaciones lle­nas de gracia, se mantenía en pie.
Ahora sí. Habían llegado, Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.
–Hemos pasao de todo –comentó Rodríguez– ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!
Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:
–¡Esto es vida...!
Miró el mar amorosamente y exclamó:
–¡Es loco que está lindo! 
El último en bajar fue "Siete y tres diez". Ape­nas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego com­prendió la razón de la fuga y salió tras él gritando a todo pulmón:
–¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada! ... –repetía.
Y se fue tras el perro. Entre un revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmen­sidad, lloraba de risa.
–¡Ay, mi Dios –decía– esto es de más!... Es de más.
Después fueron todos a la cachimba a refres­carse y traer agua.
Ya ardía el fogón. El Vasco lavaba por quinta vez la carne descompuesta. Vieron entonces lle­gar al rengo con el perro en brazos. El animal aparecía hinchado, con la barriga como un odre. a punto de reventar.
–Parece un perro de goma –comentó el desconocido.
–¿Lo trajiste para aprender a nadar? –preguntó Rodríguez.
Y empezaron otra vez a reír a carcajadas mien­tras el rengo miraba cariñosamente el perro ten­dido en la gramilla.
–No se asuste –consoló el desconocido a "Sie­te y tres diez"–, el agua salada no mata... es un purgante,
Al rato llegó un hombre del lugar. Jinete en un caballo arenero de vasos como platos, venía a ofrecerse por si necesitaban alguna cosa.
Lo mandaron al boliche por caña y vino. Todos se sentían felices Estaban en paz. Gozaban de aquella brisa que luego del viaje accidentado y ardiente resultaba deliciosa.
Con la excepción de una discusión entre "Siete y tres diez" y "Leche con fideos", que sostenía que la guerra de 1904 había empezado después que la de 1914, a la que puso fin "Siete y tres diez" generosamente dándole la razón, todo mar­chó maravillosamente bien.
Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.
Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.
Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.
Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.
–¿Qué estará haciendo? –preguntó "Siete y tres diez".
Rodríguez se dirigió a él:
–¿Y a vos qué te parece?
El Vasco lo miró como si hablara en inglés. 
–¿El qué? –preguntó.
–¿El qué? ¿Qué va a ser? ¡El mar!
El Vasco lentamente dijo lo siguiente:
–¿El mar?... Lo más lindo que tiene es la are­na... ¡No parece arena y es arenal
"Leche con fideos" estaba por allí. Rodríguez meneó la cabeza desilusionado. Con la vista lo interrogó:
–¡Qué cantidad de agua! –dijo "Leche con fi­deos"–. De lo que no me doy cuenta es pa dónde corre .. .
Se acercó a Rataplán.
–¿Qué decís, Rataplán –pregunto Rodríguez–, es grande o no es grande esto?
–Es –respondió y volvió a repetir– es. Pero no tiene barcos... Y para mí un mar sin barcos es como un campo sin árboles... ¿Entendés lo que te quiero decir?... Pintás un campo y si no le ponés un rancho o un árbol no te representa nada...
Eso ya era algo. Rodríguez se consideró obli­gado a explicarle a aquel infeliz que no sabía nada del mar, algunas cosas del mar.
–Mirá: los barcos pasan por el canal. Como a dos leguas de aquí... Ahora mismo estará pa­sando alguno.
Rataplán trató de pararse en puntas de pie y miró en la dirección que señalaba Rodríguez. 
–Yo no veo nada –dijo.
–No lo ves porque la tierra es redonda. .
Se disponía a seguir cuando Rataplán, con sorna, preguntó nuevamente:
–¿Y el agua es redonda también?
Rodríguez no pudo más. Se dio vuelta e inició el camino de regreso hacia el campamento.
–¡Que Dios me castigue –pensaba– si alguna vez traigo más animales de éstos a ver el mar!
–Mirando el mar y nada más –dijo el desconocido
–Sí. Pero con verlo una vez alcanza –terminó Rataplán.
Como sus amigos –los invitados para ver el mar– no venían, Rodríguez fue al fogón a bus­carlos.
–Vamos... –dijo–. Los traje a ver el mar y ustedes están aquí, bajo los árboles... Árboles hay en todos lados.
Los otros no dijeron nada. Lo siguieron callados y pacientes.
–El mar -decía Rodríguez– es una cosa muy soberbia y bárbara... Para mí es un misterio que no me puedo explicar...
Los otros seguían callados tratando de saber a qué conclusiones quería llegar Rodríguez. Y tra­tando además de explicarse por qué éste les ha­bía hecho hacer aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo habían visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
Ya estaban frente a aquella cosa soberbia, bár­bara y misteriosa –según Rodríguez– callados, esperando cada uno la voz del otro. Caía el sol.
–¿Qué te parece? –preguntó Rodríguez a "Sie­te y tres diez", señalando con el brazo extendido hacia el poniente.
–Y... –respondió aquél– es pura agua... Más o menos como la tierra que es tierra... nada más que es agua ..
Rodríguez sintió rabia y desilusión. ¿Aquella era una contestación? ¿El y el mar merecían esta afrentosa respuesta?...
–¿Y si es agua qué te voy a decir? ¿Que es tierra? –terminó "Siete y tres diez".
El Vasco se había agachado. Apretaba y soltaba el puño levantando y dejando caer puñados de arena.

El autor


Juan José Morosoli nació en Minas, Uruguay, el 19 de enero de 1899. En 1923 se pueden encontrar sus primeros aportes a nivel periodístico, escribiendo para varios diarios: «La Unión» de Minas, Marcha, Mundo Uruguayo y El Día de Montevideo.También incursionó en el mundo del teatro escribiendo varias obras entre 1923 y 1928.
Hacia 1925 escribió sus primeros poemas, contenidos en la obra Balbuceos. En 1928 editó una obra colectiva de este mismo género literario, Bajo la misma sombra, (junto a Valeriano Magri, José María Cajaraville y Casas Araújo) y Los Fuegos.
Si bien incursionó en este y otros géneros literarios, la importancia de su obra radica en su quehacer como narrador.
Falleció el 29 de diciembre de 1957.

Sus obras:
  • Balbuceos (poemas. 1925)
  • Bajo la misma Sombra (poemas, junto a Guillermo Cuadri, Valeriano Magri, José María Cajaraville y Julio Casas Araújo. 1928)
  • Los juegos (poemas. 1928)
  • Hombres (cuentos. 1932)
  • Los albañiles de Los Tapes (cuentos. 1936)
  • Hombres (segunda edición, con modificaciones. 1943)
  • Hombres y mujeres (cuentos. 1944)
  • Perico (cuentos)
  • Muchachos (cuentos. 1950)
  • Vivientes (cuentos. 1953)
  • Tierra y tiempo (1959)
  • El viaje hacia el mar (Ediciones de la Banda Oriental. 1962)