lunes, 28 de octubre de 2013

El viaje hacia el mar, por Juan José Morosoli

A pesar de que habían resuelto partir a las cua­tro, Rataplán llegó a las tres. Era el primero en llegar.
En el café había un solo hombre, sentado al lado de la puerta, desconocido para Rataplán, lo que quiere decir que no era del pueblo.
–Buen día –dijo aquél al entrar.
–Bueno –respondió el otro, y acercó una silla al recién llegado como si le conociera o estuviera esperándole y, tras un silencio, agregó:
–¿Madrugó, eh?
–Sí –respondió Rataplán–, estamos de viaje a la playa.
–¿A qué playa?
–¿Hay más de una?
–¡Uf!. .. Muchísimas. ¿No conoce el mapa?
–No señor, no lo conozco...
–Pues playas hay muchísimas.. .
–Habrá. A nosotros nos lleva Rodríguez. ¿No ve que nunca hemos visto el mar?
En ese momento llegaron el rengo "Siete y tres diez" con su perro, y "Leche con fideos", un hombre flaco, pálido, con una barba negrísima, de ocho días, peón de un horno de ladrillos.
Se sentaron junto a Rataplán y el desconocido. Pidieron caña y al minuto ya estaban participando familiarmente de la conversación.
El desconocido hacía cuentos de tartamudos con los que ellos se desternillaban de risa. Fue Ra­taplán el que tuvo que pedirle al fin:
–No haga más por favor... Guarde alguno para la playa...
"Siete y tres diez", se asomaba de rato en rato a la puerta, nervioso por la tardanza de los otros excursionistas.
Rodríguez y el vasco Arriola llegaron cuando ya era día claro.
Aquél –que era el dueño y conductor del ca­mión– descendió de éste, dejó el motor en marcha y se sumó a la rueda.
El desconocido, que advirtió la presencia de Arriola, se acercó a la puerta e invitó:
–Baje, tome una caña y nos vamos.
–El día va a ser bárbaro e'calor –dijo "Leche con fideos".
–Sí, nos va a sacar lonjas –respondió Rodrí­guez.
Con dificultad, pues estaban muy pesados de caña, los que aguardaban en el café subieron al camión. Después lo hicieron Rodríguez y Arriola y partieron.
El camión, un viejo Ford de bigotes, era uno de esos vehículos que al marchar dan la impresión de andar atravesados, con un juego de adentro ha­cia afuera en las cuatro ruedas que parecía co­municarse al motor por sus explosiones fuera de ritmo. O tal vez, el motor por algún milagro de la mecánica era el que imprimía a las ruedas aquel movimiento. A guisa de toldo tenía una ma­lla de alambre tejido, pues Rodríguez lo destinaba al transporte de gallinas.
Al lado de Rodríguez –piloto por supuesto– iba el Vasco.

Rodríguez sentía pasión por el mar. Cualquier pretexto le venía bien para llegar a él. No era pescador ni le atraía el baño en las playas. Le gustaba el mar para verlo y sentarse a sus orillas fumando en silencio, viendo nacer y morir las olas en un callado gozo.
"Siete y tres diez", era un viejo vendedor de billetes de lotería. Toda su familia la constituía su foxterrier al que había bautizado con el nom­bre de Aquino –el último cuatrero– como ho­menaje a éste y, además, porque el perro no po­día ver la policía. Apenas veía un guardia civil huía ladrando en señal de protesta. Esto agra­daba a "Siete y tres diez", Comentándolo decía que Aquino "en eso salía a él"; además tenía la seguridad de que el can era un animal "fino, lo que se dice fino, pues tenía el paladar negro y era rabón de nacimiento" lo que indicaba una segura aristocracia perruna.
Rataplán había sido basurero y ahora estaba jubilado. Era sordo de un oído y le faltaban dos dedos de la mano izquierda. Se los había deshecho una máquina de alambrar siendo mocito. Al revés de "Siete y tres diez" y su perro hubiera sido feliz siendo soldado. El apodo le venía de su costumbre de seguir el batallón en sus desfi­les por las calles del pueblo, repitiendo en voz baja el sonido del tambor.
El Vasco Juan era un hombre callado. Cuando no había trabajo en el horno acompañaba a Rodrí­guez en sus viajes a las chacras. Cuando estaba borracho –cosa que no ocurría muy frecuentemente– se le veía blasfemar e insultar a un desconocido. No se sabía de dónde había venido cuando llegó al pueblo. Los del grupo suponían que estos insultos iban dirigidos a alguien a quien había conocido antes, vaya a saber dónde, pues nunca se lo preguntaron. Sabían que no hay nada más sencillamente complicado que un vasco. Y que sólo un vasco –a pesar del alcohol– es capaz de guardar un secreto y hacerse enterrar con él.
Tomaron el camino de la sierra, el que termina en Pan de Azúcar, con sol alto ya. Fue aquí que Rataplán recordó los viajes que hacían los estu­diantes y propuso que se cantara algo. Ninguno sabía canción alguna, con excepción del descono­cido que sabía muchas, pero todas incomprensi­bles para ellos. Al fin coincidieron en Mi Bandera. Rataplán, a pesar de su parcial sordera era el que llevaba el compás con la mano y el único que cantaba. Los otros tarareaban y el descono­cido imitaba un trombón.
Cuando hacía una variación macarrónica, los otros reían estrepitosamente interrumpiendo el canto.
Cuando llegaron a un trozo de camino plano, Ro­dríguez detuvo el camión.
–Parece una bolsa de gatos –dijo. Prendió un cigarrillo, dio dos o tres puntapiés a las gomas del automóvil y preguntó:
–¿Y para qué cantan si no hay nadie?
–Cantamos como los estudiantes cuando salen por ahí –respondió Rataplán.
–Pero ellos cantan en la calle para que los oigan los otros –insistió Rodríguez.
El desconocido dijo entonces:
–Se canta para uno... Por cantar... a veces estoy solo y canto.
Rodríguez se dio cuenta entonces que el hombre era medio raro y recién se le ocurrió pensar por qué estaba allí con ellos, camino de la playa.
Al reiniciar la marcha se lo preguntó al Vasco.
El Vasco señaló a los que iban en el camión y dijo:
–Ellos... yo vine contigo.
–¿Ellos? ¿Y el camión es de ellos? ¿No fui yo quien invité?
–Ahí tenés.
El camión marchaba. El sol estaba alto. Dentro sólo se oía el desconocido cantando una canción en idioma extraño, de ritmo lento y triste. Los otros abrumados por el sol y la caña cabeceaban somnolientos.
El camión seguía jadeando, camino adelante. Re­verberaba el sol. Algún pájaro carpintero dejaba oír su grito que rasgaba la soledad. Algunos rui­dos metálicos de élitros le daban a ésta una du­reza febril y reseca. A veces pulsaba la ardiente distancia el canto de la cigarra. Algún árbol de "Sombra de toro" se achaparraba en los flancos del camino que descendían erizados de piedra mora y tunas "cabeza de negro". Muy lejos, en el tér­mino del camino de descenso de la cuchilla, espe­jeaba algún pequeño cuenco azulado, presencia de una cañada que en seguida desaparecía corriendo bajo la red de berros y espadañas, dejando como señal de su camino un trozo verde oscuro, jugoso y sedante en la pastura reseca y azufrada del resto del campo.
Llegaban ahora frente a un desuñidero de carre­tas. Una docena de árboles daba sombra a viejos fogones sembrados de huesos.
Rodríguez detuvo el vehículo nuevamente. Por el tubo del radiador ascendía una nube de vapor.
–Alcanzó la damajuana –ordenó Arriola. "Leche con fideos" la puso en manos del Vasco. Este la sacudió. El recipiente estaba casi vacío.
–No tiene casi –comentó el Vasco y la entregó a Rodríguez.
–Pero amigo –exclamó éste indignado–, ¿se­rán tan degenerados estos tipos?
Descendió y se dirigió a los hombres:
–¡Tendría que bajarlos a patadas por sinver­güenzas! – Calló un segundo y miró al descocido:
–¿Y a Ud. quién lo invitó?
–Los señores –dijo, y continuó–: yo no tomé una gota, además...
Rodríguez vació el resto de la damajuana en el radiador.
–Dale manija –ordenó al Vasco.
Este dio dos o tres vueltas a la manivela, pero el motor no despertó. Luego repitió la maniobra sin resultado.
Rodríguez, fuera de sí, se encaró con el grupo:
–Bájensela, plastas –dijo.
Uno tras otro recibía la manivela y ponía mano a la obra. Tras un esfuerzo que los dejaba conges­tionados iban subiendo nuevamente al camión.
El Vasco volvió a recoger la herramienta. Fuera de sí, dio como veinte vueltas al hierro, hasta que Rodríguez lo detuvo.
–Pará. Pará. Sos capaz de desarmarlo.
Después levantó el capot. El Vasco, inocentemente y recordando alguna frase oída en circuns­tancia parecida, preguntó a Rodríguez:
–¿No estará frío?
Rodríguez se volvió "hecho una víbora":
–¿Por qué no te vas a la grandísima perra?
El pobre vasco se sentó humildemente en el suelo mientras Rodríguez levantaba la tapa que cubría e! motor. Tocó aquí y allá. Destornilló tuercas, unió y desunió cables sin resultado. En­tonces el desconocido se ofreció:
–¿Quiere que pruebe yo?
Tocó una pieza y se dirigió al Vasco.
–¿Me hace el favor?
El hombre dio un golpe de manija y el motor empezó a marchar.
El rengo, "Leche con fideos" y Rataplán empe­zaron a aplaudir. El camión siguió huella adelante.
Serían las once, acaso las doce, cuando Rodrí­guez advirtió que el radiador había agotado el agua, pues ya no salía vapor. Además no podía soportar el calor que ascendía del motor. No po­día soportarlo en los pies.
–Tenemos que echarle agua –dijo–. No po­demos seguir más.
Pero el camino seguía por el lomo de la cuchilla. Por un plano muy tendido descendía ésta. Casi borradas, como cicatrices de la luz brutal, se veían allá abajo las manchas verdes de la vegetación que anunciaban al nacimiento de las vertientes.
Rataplán, parado sobre un cajón, miró hacia allá y comentó:
–Ta feo pa bajar y subir con agua...
Rodríguez recordó lo de la damajuana.
–Culpa de ustedes, degenerados... Bueno –terminó– vamos a seguir despacio.
El sol ascendía implacablemente mientras la da­majuana de caña descendía también implacablemente. El perro, echado en el centro del piso, ja­deaba con agitación creciente.
Rataplán lo observó y comentó:
–¿No se pondrá a rabiar este infeliz?
El desconocido lo miró y exclamó:
–No tenga miedo... Mientras esté la lengua húmeda no hay peligro.
El rengo le sonrió agradecido.
Bajo un grupo de canelones al borde mismo del camino, había desuñido una carreta. El carrero ha­bía hecho fuego y aprontaba el mate. Los bueyes bajaban lentamente por el declive áspero hacia las aguadas perdidas en el espadañal del bajo.
El carrero, en cuclillas, parecía no haber visto ni oído la llegada de los excursionistas. Rodríguez bajó y se acercó al hombre:
–Buen día, amigo –le dijo.
El hombre movió la cabeza. Si dijo algo, Ro­dríguez no lo oyó. Tras un silencio preguntó:
–¿No hay agua por aquí?
–Atrás –respondió el otro.
Rodríguez dio un rodeo y volvió a enfrentar al hombre:
–No vi –dijo.
El carrero enderezó el cuerpo, caminó unos pa­sos, se agachó un poco evitando las espinas de un tala y señalando una roca hendida coronada por un coronilla retorcido, añadió:
–¡Allí!. . .
Un hilo de agua se deslizaba por la frente de la roca y caía en una pequeña hoya colmada.
Rodríguez casi corriendo de alegría se dirigió al grupo:
–¡Bajen! ¡Bajen! ¡Hay agua a patadas!
Bebieron todos. Después el perro. Luego refrescaron cabeza y cuello entre risas y carcajadas. Al fin empezaron a llenar la damajuana que vaciaron una, dos, tres veces en el radiador hasta que este enfrió completamente.
–Bueno –habló Rodríguez– ¡a bordo otra vez!
Cuando estuvieron arriba, "Leche con fideos" sintió un olor desagradable. Le preguntó al desconocido:
–¿Usted no siente olor feo?
–Siento. Hace mucho rato que siento. 
Intervino Rataplán:
–Es la carne. Jiede que se las pela...
Y entonces "Siete y tres diez" dejó caer esta observación:
–¡Mire que la carne cuando jiede, jiede!
Habían andado media hora cuando divisaron una mancha negra violenta y prendida como un re­miendo en el espacio dorado reverberante y como movido por una brisa que llegara desde abajo, del médano tendido.
–¡Allá es! –dijo Rodríguez.
Los de adentro iniciaron entonces un nuevo co­ro lleno de desmayos e interrupciones. Iban semiacostados en el piso. Solo el desconocido, to­cando su trombón y haciendo sus variaciones lle­nas de gracia, se mantenía en pie.
Ahora sí. Habían llegado, Al borde del monte de eucaliptos y pinos se detuvo el camión.
–Hemos pasao de todo –comentó Rodríguez– ¡pero ahora van a ver lo que es el mar!
Tiró el saco y la camisa en el césped, hinchó el pecho cubierto de sudor y volvió a hablar:
–¡Esto es vida...!
Miró el mar amorosamente y exclamó:
–¡Es loco que está lindo! 
El último en bajar fue "Siete y tres diez". Ape­nas pudo hacerlo con el perro en brazos. Este apenas tocó tierra, levantó la cabeza y como atacado súbitamente por alguna droga desconocida inició una carrera frenética hacia el mar. "Siete y tres diez" lo vio alejarse con estupor. Luego com­prendió la razón de la fuga y salió tras él gritando a todo pulmón:
–¡No tomés de esa que es salada! ¡No tomés que es salada! ... –repetía.
Y se fue tras el perro. Entre un revolcón y otro, el rengo con su marcha despareja levantaba una nube de arena. Caía grotescamente mientras seguía gritando. Al fin el rengo y los gritos se perdieron tras el médano. Los del grupo reían a carcajadas. Rodríguez, ya dueño feliz de la inmen­sidad, lloraba de risa.
–¡Ay, mi Dios –decía– esto es de más!... Es de más.
Después fueron todos a la cachimba a refres­carse y traer agua.
Ya ardía el fogón. El Vasco lavaba por quinta vez la carne descompuesta. Vieron entonces lle­gar al rengo con el perro en brazos. El animal aparecía hinchado, con la barriga como un odre. a punto de reventar.
–Parece un perro de goma –comentó el desconocido.
–¿Lo trajiste para aprender a nadar? –preguntó Rodríguez.
Y empezaron otra vez a reír a carcajadas mien­tras el rengo miraba cariñosamente el perro ten­dido en la gramilla.
–No se asuste –consoló el desconocido a "Sie­te y tres diez"–, el agua salada no mata... es un purgante,
Al rato llegó un hombre del lugar. Jinete en un caballo arenero de vasos como platos, venía a ofrecerse por si necesitaban alguna cosa.
Lo mandaron al boliche por caña y vino. Todos se sentían felices Estaban en paz. Gozaban de aquella brisa que luego del viaje accidentado y ardiente resultaba deliciosa.
Con la excepción de una discusión entre "Siete y tres diez" y "Leche con fideos", que sostenía que la guerra de 1904 había empezado después que la de 1914, a la que puso fin "Siete y tres diez" generosamente dándole la razón, todo mar­chó maravillosamente bien.
Habían almorzado. Habían sesteado. Tomaron mate, se refrescaron en la cachimba. Conversaron. Aprontaron el mate nuevamente.
Rodríguez, luego de hablar mucho del mar, se dirigió a la costa.
Estuvo allí un largo rato, callado, abstraído. Fumando en silencio, mirando a la distancia remota, siguiendo el vuelo de las gaviotas, viendo morir y renacer las olas interminables.
Los amigos lo veían allí, sentado, quieto, solo frente al mar y la tarde que expiraba ya.
–¿Qué estará haciendo? –preguntó "Siete y tres diez".
Rodríguez se dirigió a él:
–¿Y a vos qué te parece?
El Vasco lo miró como si hablara en inglés. 
–¿El qué? –preguntó.
–¿El qué? ¿Qué va a ser? ¡El mar!
El Vasco lentamente dijo lo siguiente:
–¿El mar?... Lo más lindo que tiene es la are­na... ¡No parece arena y es arenal
"Leche con fideos" estaba por allí. Rodríguez meneó la cabeza desilusionado. Con la vista lo interrogó:
–¡Qué cantidad de agua! –dijo "Leche con fi­deos"–. De lo que no me doy cuenta es pa dónde corre .. .
Se acercó a Rataplán.
–¿Qué decís, Rataplán –pregunto Rodríguez–, es grande o no es grande esto?
–Es –respondió y volvió a repetir– es. Pero no tiene barcos... Y para mí un mar sin barcos es como un campo sin árboles... ¿Entendés lo que te quiero decir?... Pintás un campo y si no le ponés un rancho o un árbol no te representa nada...
Eso ya era algo. Rodríguez se consideró obli­gado a explicarle a aquel infeliz que no sabía nada del mar, algunas cosas del mar.
–Mirá: los barcos pasan por el canal. Como a dos leguas de aquí... Ahora mismo estará pa­sando alguno.
Rataplán trató de pararse en puntas de pie y miró en la dirección que señalaba Rodríguez. 
–Yo no veo nada –dijo.
–No lo ves porque la tierra es redonda. .
Se disponía a seguir cuando Rataplán, con sorna, preguntó nuevamente:
–¿Y el agua es redonda también?
Rodríguez no pudo más. Se dio vuelta e inició el camino de regreso hacia el campamento.
–¡Que Dios me castigue –pensaba– si alguna vez traigo más animales de éstos a ver el mar!
–Mirando el mar y nada más –dijo el desconocido
–Sí. Pero con verlo una vez alcanza –terminó Rataplán.
Como sus amigos –los invitados para ver el mar– no venían, Rodríguez fue al fogón a bus­carlos.
–Vamos... –dijo–. Los traje a ver el mar y ustedes están aquí, bajo los árboles... Árboles hay en todos lados.
Los otros no dijeron nada. Lo siguieron callados y pacientes.
–El mar -decía Rodríguez– es una cosa muy soberbia y bárbara... Para mí es un misterio que no me puedo explicar...
Los otros seguían callados tratando de saber a qué conclusiones quería llegar Rodríguez. Y tra­tando además de explicarse por qué éste les ha­bía hecho hacer aquel viaje para ver el mar. Cierto era que ellos nunca lo habían visto, pero bien se podía comprender sin verlo que el mar es el mar.
Ya estaban frente a aquella cosa soberbia, bár­bara y misteriosa –según Rodríguez– callados, esperando cada uno la voz del otro. Caía el sol.
–¿Qué te parece? –preguntó Rodríguez a "Sie­te y tres diez", señalando con el brazo extendido hacia el poniente.
–Y... –respondió aquél– es pura agua... Más o menos como la tierra que es tierra... nada más que es agua ..
Rodríguez sintió rabia y desilusión. ¿Aquella era una contestación? ¿El y el mar merecían esta afrentosa respuesta?...
–¿Y si es agua qué te voy a decir? ¿Que es tierra? –terminó "Siete y tres diez".
El Vasco se había agachado. Apretaba y soltaba el puño levantando y dejando caer puñados de arena.

El autor


Juan José Morosoli nació en Minas, Uruguay, el 19 de enero de 1899. En 1923 se pueden encontrar sus primeros aportes a nivel periodístico, escribiendo para varios diarios: «La Unión» de Minas, Marcha, Mundo Uruguayo y El Día de Montevideo.También incursionó en el mundo del teatro escribiendo varias obras entre 1923 y 1928.
Hacia 1925 escribió sus primeros poemas, contenidos en la obra Balbuceos. En 1928 editó una obra colectiva de este mismo género literario, Bajo la misma sombra, (junto a Valeriano Magri, José María Cajaraville y Casas Araújo) y Los Fuegos.
Si bien incursionó en este y otros géneros literarios, la importancia de su obra radica en su quehacer como narrador.
Falleció el 29 de diciembre de 1957.

Sus obras:
  • Balbuceos (poemas. 1925)
  • Bajo la misma Sombra (poemas, junto a Guillermo Cuadri, Valeriano Magri, José María Cajaraville y Julio Casas Araújo. 1928)
  • Los juegos (poemas. 1928)
  • Hombres (cuentos. 1932)
  • Los albañiles de Los Tapes (cuentos. 1936)
  • Hombres (segunda edición, con modificaciones. 1943)
  • Hombres y mujeres (cuentos. 1944)
  • Perico (cuentos)
  • Muchachos (cuentos. 1950)
  • Vivientes (cuentos. 1953)
  • Tierra y tiempo (1959)
  • El viaje hacia el mar (Ediciones de la Banda Oriental. 1962)

viernes, 25 de octubre de 2013

Selección de Poemas de Lord Byron


Acuérdate de mí

Llora en silencio mi alma solitaria,
excepto cuando está mi corazón
unido al tuyo en celestial alianza
de mutuo suspirar y mutuo amor.

Es la llama de mi alma cual lumbrera,
que brilla en el recinto sepulcral:
casi extinta, invisible, pero eterna...
ni la muerte la puede aniquilar.

¡Acuérdate de mí!... Cerca a mi tumba
no pases, no, sin darme una oración;
para mi alma no habrá mayor tortura
que el saber que olvidaste mi dolor.

Oye mi última voz. No es un delito
rogar por los que fueron. Yo jamás
te pedí nada: al expirar te exijo
que vengas a mi tumba a sollozar.





 Camina Bella, como la Noche...

Camina bella, como la noche
De climas despejados y de cielos estrellados,
Y todo lo mejor de la oscuridad y de la luz
Resplandece en su aspecto y en sus ojos,
Enriquecida así por esa tierna luz
Que el cielo niega al vulgar día.

Una sombra de más, un rayo de menos,
Hubieran mermado la gracia inefable
Que se agita en cada trenza suya de negro brillo,
O ilumina suavemente su rostro,
Donde dulces pensamientos expresan
Cuán pura, cuán adorable es su morada.

Y en esa mejilla, y sobre esa frente,
Son tan suaves, tan tranquilas, y a la vez elocuentes,
Las sonrisas que vencen, los matices que iluminan
Y hablan de días vividos con felicidad.
Una mente en paz con todo,
¡Un corazón con inocente amor!





Sol del que triste vela...

¡Sol del que triste vela,
astro de cumbre fría,
cuyos trémulos rayos de la noche
para mostrar las sombras sólo brillan.
!Oh, cuánto te asemeja
de la pasada dicha
al pálido recuerdo, que del alma
sólo hace ver la soledad umbría!

Reflejo de una llama
oculta o extinguida,
llena la mente, pero no la enciende;
vive en el alma, pero no lo anima.
Descubre cual tú, sombras
que esmalta o acaricia,
y como a ti, tan sólo la contempla
el dolor mudo en férvida vigilia. 




El Autor 


George Gordon Byron, sexto Barón de Byron, nació en Londres el 22 de enero de 1788. Fue un poeta inglés considerado uno de los escritores más versátiles e importantes del Romanticismo.

Se involucró en revoluciones en Italia y en Grecia, en donde murió de malaria en la ciudad de Missolonghi-
Grecia, el 19 de abril de 1824.







miércoles, 23 de octubre de 2013

Olvido, por Poldy Bird

Ya te olvidé. No sé como ocurrió. Pensaba que nunca iba a suceder, y sin embargo, ya ves, ha llegado el olvido como llega la desesperación, como llega el miedo, el insomnio, el amanecer, la lluvia.
Tal vez no me creas, allá a la distancia (nunca fue tan grande la distancia que nos separó, nunca tan grande como ésta que te retiene en la ausencia, te enmudece, convierte lo que vivimos plenamente en un puñado de cenizas y en un interrogante: ¿de verás sucedió?).
Ya te olvidé.
No recuerdo tus ojos de muchacho, desenfadados, acostumbrados a internarse por caminos vedados, tus ojos hachando el bosque con que defiendo mi mirada, llegando al territorio donde mi niñez corre despreocupadamente, donde mi niñez tiembla de noche porque le teme a la oscuridad, donde mi adolescencia se queda en mí y te llama... (yo no, mi adolescencia, mi caprichosa chiquilla inconformable que no quiere perder una batalla):
No recuerdo tus ojos.
No recuerdo tus manos delgadas, con venas como ríos de un mapa, cuyo itinerario yo seguía con la yema del índice, barquito. Tus manos usando de tamboriles los manteles de la cervecería.
No recuerdo tus manos.
No recuerdo tu risa. Echada hacia atrás, como una luz, con dos hoyuelos alargados entre las mejillas, dándote un aire de hombre pintado por el Greco, de campesino encontrando el camino angosto que trepa hacia Calatayud.
No recuerdo tu risa.
No recuerdo tu torso, largo, cruzado por el movimiento de aspas de tus brazos increíbles, envolviéndome como espirales.
No recuerdo tu torso.
No recuerdo verte de corbata y traje, molesto y escapándote de la camisa de cuello almidonado.
No te recuerdo de "jeans" y remera azul, con todo el verano alrededor, parado en el medio de la gente y diciéndome adiós con la mano mientras mi taxi se alejaba y me veías cada vez más borrosa, y te veía cada vez más quieto y pequeño y más punto azul latiendo en aire azul y leve.
No, no te recuerdo. Podés hacer una hoguera con tu orgullo, con tu vanidad de hombre que se cree inolvidable, que cree que puede volver en cualquier momento y yo voy a decirte que sí, que cuándo, que a qué hora. que te estaba esperando...
Podés hacer una hoguera con mis cartas. Podés hacer una hoguera donde se quemen también y para siempre, las palabras que tendí hasta tu oído como un puente de flores y de estrellas.
Porque ya no me acuerdo de vos.
Porque ya no me acuerdo: te olvidé... y si no querés creerlo, no lo creas, pero dejame repetirlo hasta convercerme. Dejame, por lo menos intentar este olvido que tarda tanto, que no llega nunca...

La autora



Poldy Bird nació en Paraná, Argentina, en el año 1941. 
A los 16 años publicó su primer poema en el diario La Prensa y comenzó a colaborar con otras revistas, pero no fue hasta 1969 que publicara su primer libro, Cuentos para Verónica.
Fundó la editorial Orión junto a su marido y al día de hoy continúa escribiendo para diferentes medios.

lunes, 21 de octubre de 2013

Las Perlas, por Isak Dinesen

Hace unos ochenta años, un joven oficial de la guardia real, último hijo de una vieja familia campesina, se casó en Copenhague con la hija de un rico comerciante en lanas cuyo padre había sido vendedor ambulante y había llegado de Jutlandia a la capital. En aquel tiempo, un matrimonio así era algo insólito. Dio mucho que hablar, e hicieron una canción sobre él que se cantó en las calles. 

La novia tenía veinte años y era una belleza, una muchacha alta, de cabello negro y color encendido, con una distinción en su persona como si estuviese toda tallada en madera. Tenía dos viejas tías solteronas, hermanas de su abuelo el vendedor ambulante, a quien la creciente fortuna de la familia paró en seco en una carrera de arduo trabajo y de ahorro, y le obligó a permanecer lujosamente sentado en un salón. Cuando la mayor de las dos se enteró del compromiso matrimonial de su sobrina, fue a hacerle una visita, y en el curso de la conversación le contó una historia: 

-Cuando yo era niña, cariño -dijo-, el joven barón Rosenkrantz se prometió con la hija de un rico orfebre. ¿Te lo han contado alguna vez? Tu bisabuelo le conocía. El novio tenía una hermana gemela que era dama de la corte. Un día, la hermana fue a casa del orfebre a visitar a la novia. Al marcharse, ésta le dijo a su enamorado: «Tu hermana se ha reído de mi vestido, y porque al hablarme en francés, no he sabido contestar. Tiene un corazón de piedra, me he dado cuenta. Si queremos ser felices, no debes volver a verla nunca más; no podría soportarlo.» El joven, para consolarla, le prometió no volver a ver más a su hermana. Poco después, un domingo, llevó a la joven a comer con su madre. Cuando regresaban en el coche, le dijo a su prometido: «Tu madre tenía lágrimas en los ojos al mirarme. Esperaba otra esposa para ti. Si me amas, tienes que romper con ella.» Otra vez prometió el joven enamorado hacer lo que le pedía, aunque le costó mucho, pues su madre era viuda y él era su único hijo. Esa misma semana, el joven mandó a su criado con un ramo para su prometida. Al día siguiente le dijo ella: 

«No puedo soportar la expresión de tu criado cuando me mira. Debes despedirle a primeros de mes.» «Mademoiselle», dijo el barón Rosenkrantz, «no puedo tener una esposa que se deja impresionar por la expresión de un criado. Aquí tiene usted su anillo. Adiós para siempre». La anciana, mientras hablaba, mantenía sus ojillos relucientes fijos en la cara de su sobrina. Poseía un carácter enérgico, hacía mucho tiempo que había decidido vivir para los demás y se había erigido en conciencia de la familia. Pero, carente de esperanza o de temores propios, era en realidad un viejo y vigoroso parásito moral del clan entero, y en especial de los miembros más jóvenes. Jensine, la prometida, era una criatura joven, llena de vitalidad y huésped gratificante para su parasito. Además, la joven y la vieja solterona tenían cualidades comunes. Ahora, la muchacha sirvió el café con el semblante sereno; pero por dentro estaba furiosa y se decía a si misma: «Tía Maren me pagará esto.» No obstante, como solía ocurrir, la admonición de la tía caló hondamente en ella, y la meditó en su corazón. 

Después de la boda en la catedral de Copenhague, un hermoso día de junio, la pareja de recién casados se marchó a Noruega en viaje de novios. En aquel entonces hacer un viaje a Noruega era una empresa romántica y las amigas de Jensine le preguntaron por qué no iban a París; pero a ella le atraía la idea de iniciar su vida de casada lejos de la civilización y a solas con su marido. No necesitaba ni quería impresiones ni experiencias nuevas. Y añadió para sus adentros: «Que Dios me ayude.» 

Los cotilleos de Copenhague decían que el novio se había casado por dinero y la novia por el apellido; pero todos se equivocaban. El matrimonio tuvo una motivación amorosa y la luna de miel fue, técnicamente, un idilio. Jensine jamás se habría casado con un hombre al que no amase; sentía un gran respeto por el dios del amor y ya llevaba unos años elevándole diariamente una pequeña oración: «¿Por qué tardas?» Ahora pensaba que quizá le había concedido de veras lo que ella le pedía, y que los libros le habían facilitado muy poca información sobre la verdadera naturaleza del amor. El paisaje de Noruega, en el que tuvo su primera experiencia de la pasión, contribuyó a hacer más abrumadoras sus impresiones. La Naturaleza estaba en su momento más glorioso. El cielo era azul, el cerezo silvestre florecía por todas partes e impregnaba el aire de una fragancia dulce y amarga, y las noches eran tan claras que se podía leer a media noche. Jensine, con crinolina y un bastón de
montañero, subía por numerosos y empinados senderos del brazo de su marido... o sola, ya que era fuerte y andariega. Se quedaba de pie, en lo alto de las cimas, con las ropas azotadas a su alrededor, y pensaba y pensaba. Había vivido siempre en Dinamarca, y un año en un internado en Lübeck, y su noción de la tierra era que debía de extenderse horizontalmente, plana y ondulada, a sus pies. Pero en estas montañas, extrañamente, todo parecía elevarse de manera vertical, como se levanta un gran animal sobre sus patas traseras, no se sabe si para jugar o aplastarla a una. Estaba más arriba de lo que había estado nunca y el aire se le subía a la cabeza como el vino. Y hacia donde miraba, veía correr el agua, precipitarse desde las montañas inmensas a los lagos, en plateados arroyos o en rugientes cascadas nimbadas por el arco iris. Era como si la Naturaleza misma llorase, o riese, en voz alta. 

Al principio, todo esto resultaba tan nuevo para ella que sentía que sus viejas nociones del mundo se henchían en todas direcciones, como se henchían su falda o su chal. Pero no tardaron en converger sus impresiones en una sensación de la más profunda alarma, en un pánico como jamás había experimentado. Se había educado en un ambiente de prudencia y previsión. Su padre era un honrado comerciante a quien le asustaba perder dinero y perder clientes. Algunas veces, este doble riesgo le había sumido en la melancolía. Su madre había sido una joven temerosa de Dios, miembro de una secta pietista; sus dos viejas tías eran personas de principios morales estrictos, atentas a las opiniones del mundo. En casa, Jensine se había considerado a veces un espíritu atrevido y había anhelado la aventura. Pero en este paisaje impresionantemente romántico, cogida por sorpresa y abrumada por las fuerzas violentas, desconocidas y formidables que se agitaban en su corazón, miraba en torno suyo en busca de apoyo. ¿Dónde debía buscarlo? Su joven marido, que la había traído aquí, y con el que estaba a solas, no la podía ayudar. Muy al contrario, era la causa de la turbulencia que se agitaba en su interior y se encontraba también, a los ojos de ella, particularmente expuesto a los peligros del mundo exterior. Pues muy poco después de la boda, Jensine se dio cuenta -como sin duda sabía ya, vagamente, desde que se conocieron- de que era un ser humano totalmente carente, e incapaz, de temor. 

Había leído historias sobre héroes en los libros y los había admirado de todo corazón. Pero Alexander no era como los héroes de los libros. No desafiaba o vencía los peligros de este mundo, sino que ignoraba su existencia. Para él, las montañas eran un patio de recreo y todos los fenómenos de la vida, el amor incluido, eran sus compañeros de juego en él. «Dentro de cien años, cariño», le decía a Jensine, «todo dará igual». No podía imaginar cómo se las había arreglado para vivir hasta ahora; pero sabía que su vida había sido, en todos los sentidos, distinta de la de ella. Ahora se daba cuenta con horror de que aquí, en un mundo de alturas y profundidades insospechadas, estaba en manos de una persona totalmente ignorante de la ley de la gravedad. En tal situación, sus sentimientos respecto a él se intensificaron, transformándose a la vez en una profunda indignación moral, como si la hubiese traicionado deliberadamente, y en una extrema ternura, como la que habría sentido por un niño desamparado y abandonado. Éstas eran las dos pasiones más fuertes de que su naturaleza era capaz; se aceleraron en su interior y se convirtieron en una posesión. Recordó el cuento del niño que es enviado al mundo para que aprenda a tener miedo y decidió que, por ella misma y por él, para su autodefensa, y para protegerle y salvarle a él también, debía enseñar a su marido a tener miedo. Alexander no sabía nada de lo que ocurría en el interior de su mujer. Estaba enamorado de ella y la admiraba y la respetaba. Era inocente y pura; provenía de una estirpe de personas capaces de hacer fortuna con su ingenio; hablaba francés y alemán y sabía geografía e historia. Y sentía por todas estas cualidades una veneración religiosa. Estaba preparado para descubrir sorpresas en ella, ya que no se conocían a fondo, y no habían estado a solas en una habitación más que tres o cuatro veces antes de la boda. Además, él no pretendía comprender a las mujeres, y consideraba más bien que su imprevisibilidad formaba parte de su gracia. El malhumor y los caprichos de su joven esposa le confirmaban su convicción, que ella le había inspirado al conocerse, de que era lo que él necesitaba en la vida. Pero quería hacerla su amiga, porque pensaba que no había tenido un amigo de verdad. No le hablaba de sus aventuras amorosas del pasado -en realidad, no habría podido hablarle de ellas aunque hubiese querido-, pero en otros terrenos le contaba cuanto podía recordar de sí mismo y de su vida. Un día le confesó cómo había jugado en Baden-Baden, arriesgando hasta el último céntimo, y había ganado. Ignoraba que ella pensó para sus adentros: «En realidad, es un ladrón; o si no, ha recibido bienes robados, así que no es mejor que un ladrón.» Otras veces se reía de las deudas que había tenido y de sus apuros para evitar encontrarse con su sastre. Todo esto sonaba realmente extraño a los oídos de Jensine. Porque para ella las deudas eran una abominación; y que él hubiera vivido entrampado sin angustiarse, confiando en que la fortuna pagase sus deudas, le parecía contra natura. Sin embargo, ella, la muchacha rica con la que él se había casado, pensaba, había llegado a tiempo, como servicial instrumento de la fortuna, para justificar su confianza a los ojos de su mismo sastre. Le habló de un duelo que había tenido con un oficial alemán y le enseñó la cicatriz que le había dejado. Cuando finalmente la tomó en sus brazos, arriba en la cumbre, con el cielo como testigo, Jensine exclamó en su interior: «Si es posible, aparta de mí este cáliz.»


Cuando Jensine se dispuso a enseñar a su marido a tener miedo, tuvo presente el cuento de tía Maren y se prometió a sí misma no pedir tregua nunca, y dejar que lo hiciera él. Como la relación entre los dos era para ella el factor central de la existencia, era natural que tratase primero de asustarle con la posibilidad de perderla. Era una muchacha sencilla y recurría a procedimientos sencillos. 

A partir de entonces se volvió más imprudente que él en las ascensiones. Se colocaba en el borde de un precipicio, apoyada en su sombrilla, y le preguntaba cómo era de profundo. Se balanceaba en estrechos y frágiles puentes, por encima de torrentes espumeantes, sin parar de parlotear. Salió a remar al lago, en una pequeña barquichuela, un día de tormenta. Por la noche soñaba con los peligros del 

día y se despertaba gritando, de manera que él la cogía en sus brazos para 

tranquilizarla. Pero de nada servían estas temeridades. Su marido estaba encantado y sorprendido ante su transformación de modesta doncella en valquiria. Lo atribuyó a la influencia de la vida de casada y se sintió no poco orgulloso. Ella misma, al final, se preguntó si no la empujaban a estas hazañas el orgullo y las alabanzas de él, tanto como su propia decisión de conquistarle. Entonces se irritó consigo misma y con todas las mujeres, y se compadeció de él y de todos los hombres. 

A veces, Alexander salía a pescar. Estas ocasiones las aprovechaba Jensine para estar sola y ordenar sus pensamientos. Entonces la joven esposa vagaba solitaria, figura minúscula en los montes, con su vestido de tela escocesa. Una o dos veces, durante estos paseos, pensó en su padre y el recuerdo de su ansiosa preocupación por ella hizo que le asomasen lágrimas a los ojos. Pero las reprimió: debía estar sola para aclarar cuestiones de las que él no podía saber nada. 

Un día que estaba sentada en una piedra, descansando, se acercaron unos niños que cuidaban ganado y se la quedaron mirando. Les llamó y les dio unos caramelos que llevaba en su pequeño bolso. A Jensine le habían entusiasmado sus muñecos y, hasta donde una jovencita pudorosa de la época se atrevía, había deseado tener hijos propios. Ahora pensó con súbito terror: «¡Jamás tendré hijos! 

¡Mientras tenga que mostrarme fuerte frente a él de esta manera, jamás tendré un hijo!» Este pensamiento la afligió tan profundamente que se levantó y se fue. 

En otro de sus paseos solitarios le vino a la cabeza el recuerdo de un joven de la oficina de su padre que había estado enamorado de ella. Se llamaba Peter Skov. Era un brillante joven de negocios y le conocía de toda la vida. Ahora recordó cómo, cuando tenía el sarampión, se sentaba a leerle todos los días, y cómo la acompañaba cuando salía a patinar y le preocupaba que ella pudiese resfriarse, o caerse, o chocar con el hielo. Desde donde se había detenido podía ver la minúscula figura de su marido a lo lejos. «Sí», pensó, «es lo mejor que puedo hacer. Cuando vuelva a Copenhague, entonces, por mi honor, que aún es mío», aunque le asaltaron dudas sobre este particular, «Peter Skov será mi amante». El día de la boda Alexander le había regalado a su esposa un collar de perlas. Pertenecieron a su abuela, que había llegado de Alemania, y fue una belleza y un bel esprit. Se lo había legado a él para que se lo regalase a su futura esposa. Alexander le había hablado mucho a Jensine de su abuela. Se había enamorado de ella, le dijo, porque se parecía un poco a su abuela. Le pidió que llevase siempre este collar. Jensine nunca había tenido un collar de perlas y estaba orgullosa del suyo. Últimamente, en que tan a menudo había tenido necesidad de apoyo, había adquirido la costumbre de retorcer el collar y tirar de él con los labios. 

-Si sigues haciendo eso -dijo un día Alexander-, romperás el hilo. 

Ella le miró. Fue la primera vez que le vio presagiar el desastre. «Quería a su abuela», pensó ella; «¿o es que ha de estar muerta una para tener peso para este hombre?» Desde entonces pensaba a menudo en la anciana. Ella también procedía de un medio propio y había sido una extraña en la familia y el círculo de amistades de su marido. Se las había arreglado para conseguir del abuelo de Alexander este collar de perlas y que la recordasen por él durante generaciones. ¿Eran las perlas, se preguntó, un símbolo de victoria o de sumisión? Jensine llegó a considerar a la abuela como su mejor amiga en la familia. Le habría gustado hacerle una visita como nieta y confiarle sus tribulaciones. 

La luna de miel estaba llegando a su fin y esta guerra extraña, cuya existencia sólo conocía uno de los beligerantes, no había llegado a ninguna conclusión. Los dos jóvenes estaban tristes de tener que marcharse. Sólo ahora se daba cuenta plenamente Jensine de la belleza del paisaje que la rodeaba, porque al final lo había convertido en su aliado. Aquí, pensaba, los peligros del mundo eran evidentes, estaban siempre a la vista. En Copenhague, la vida parecía segura, pero podía revelarse aún más temible. Pensó en su preciosa casa, esperándola allí,. con cortinas de encaje, arañas y armarios de ropa blanca. No tenía ni idea de cómo sería la vida en ella. 

La víspera del día en que debían embarcar estaban en un pueblecito de donde quedaban seis horas de viaje en carruaje hasta el embarcadero donde atracaba el vapor. 

Habían salido antes del desayuno. Al sentarse Jensine y desatarse el sombrero, se le enganchó la pulsera en el collar y se le desparramaron todas las perlas por el suelo como si hubiese estallado en una explosión de lágrimas, Se agachó Alexander y, a medida que las recogía una a una, se las iba poniendo a ella en el regazo. 

Jensine sintió una especie de dulce pánico. Había roto lo único en el mundo que le había dado miedo romper. ¿Qué presagio anunciaba para ellos? 

-¿Sabes cuántas eran? -preguntó a Alexander. 

-Sí -dijo él desde el suelo; mi abuelo le regaló el collar a mi abuela al celebrar sus bodas de oro, con una perla por cada uno de sus cincuenta años. Pero después fue añadiendo una cada año, por el cumpleaños de ella. Hay cincuenta y dos. Es fácil de recordar: es el número de cartas de la baraja. 

Por último las tuvieron todas, y las envolvieron en el pañuelo de seda de él. 

-Ahora no me las podré poner hasta que estemos en Copenhague -dijo 

Jensine. 

En aquel momento entró la patrona con el café. Observó la catástrofe, e inmediatamente se ofreció a ayudarles. El zapatero del pueblo, dijo, podía arreglarles el collar. Hacía dos años, un señor inglés y su esposa habían visitado las montañas con un grupo; y cuando a la joven señora se le rompió su collar de perlas de la misma manera, él se las había ensartado a su completa satisfacción. Era un honrado viejecito, aunque muy pobre y tullido. De joven se había perdido en los montes, en medio de una tormenta de nieve; lo encontraron dos días después y le tuvieron que cortar los pies. Jensine dijo que le llevaría las perlas al zapatero y la patrona le indicó la dirección de su casa. 

Fue sola, mientras su marido ataba con correas el equipaje, y encontró al zapatero en su pequeño y oscuro taller. Era un viejecito flaco, con delantal de cuero, y una sonrisa tímida y astuta en su rostro agobiado por largos sufrimientos. Jensine contó las perlas y las depositó gravemente en sus manos. Él las miró y prometió tener arreglado el collar para el día siguiente a mediodía. Después de acordar el precio, siguió sentada en una silla pequeña con las manos en el regazo. Por decir algo, le preguntó cómo se llamaba la señora inglesa a la que se le había roto el collar también; pero el zapatero no se acordaba. Jensine paseó la mirada por la habitación. Era pobre; carecía de muebles y tenía un par de estampas religiosas clavadas en la pared. Extrañamente, tuvo la impresión de haber vuelto a casa. Un hombre honrado, tratado con dureza por el destino, había pasado largos años en este cuchitril. Era un sitio donde se trabajaba, se soportaban con paciencia las preocupaciones y se afanaba uno por el pan de cada día. Jensine estaba tan cerca todavía de sus libros de colegio que los recordaba todos; y ahora empezó a pensar en lo que había leído sobre los peces de las profundidades, tan acostumbrados a soportar el peso de miles de brazas de agua que si saliesen a la superficie reventarían. ¿Era ella, se preguntó, un pez de las profundidades que sólo se sentía a gusto bajo la presión de la existencia? ¿Y su padre, su abuelo, y sus antecesores, lo habían sido también? ¿Qué debía hacer un pez de las profundidades, siguió pensando, si se casaba con uno de esos salmones que había visto saltar en las cascadas? ¿O con un pez volador? Se despidió del zapatero y se fue. 

Cuando regresaba divisó a un hombre bajo y corpulento, con sombrero negro y abrigo, que caminaba con paso vivo. Recordó haberle visto anteriormente, incluso creía que se alojaba en la misma casa que ella. Había un banco en el sendero desde el que se dominaba una vista magnífica. El hombre de negro se sentó en el y Jensine, para quien era su último día en las montañas, se sentó también en el otro extremo. El desconocido se levantó un poco el sombrero a modo de saludo. Jensine le había tomado por una persona de edad, pero ahora vio que no tenía mucho más de treinta años. Su rostro era enérgico y sus ojos claros y penetrantes. Un momento después se dirigió a ella con una leve sonrisa: 

-La he visto salir del taller del zapatero -dijo-. ¿No habrá perdido una suela en las montañas? 

-No; le he llevado unas perlas -dijo Jensine. 

-¿Le ha llevado perlas? -dijo el desconocido jocosamente-. Eso es lo que voy a recoger de él. 

Jensine se preguntó si no estaría un poco chiflado. 

-Ese viejo -dijo el desconocido- tiene en su casa gran cantidad de nuestros viejos tesoros nacionales, perlas concretamente, cosa que ando yo recogiendo ahora casualmente. En caso de que necesite usted cuentos infantiles, no hay nadie en todo Noruega que pueda facilitarle mejor surtido que nuestro zapatero. Una vez soñó con ser estudiante y poeta, ¿sabe?; pero el destino le asestó un duro golpe y tuvo que dedicarse al oficio de zapatero. 

Tras una pausa comentó: 

-Me han dicho que usted y su marido han venido de Dinamarca en viaje de novios. No es corriente eso: estas montañas son muy altas y peligrosas. ¿Quién de los dos sugirió venir aquí? ¿Usted? 

-Sí -dijo ella. 

-Claro -dijo el desconocido-. Me lo figuraba: que quizá fuera él el pájaro que se remonta hacia arriba y usted la brisa que lo lleva. ¿Conoce la cita? ¿Le dice algo? 

-Sí -dijo ella, algo desconcertada. 

-Hacia arriba -dijo él, y se echó hacia atrás, en silencio, con las manos sobre el bastón. Al cabo de un rato prosiguió-: ¡Las cumbres! ¿Quién sabe? Compadecemos al zapatero por la desgracia que le obligó a renunciar a sus sueños de poeta, a la fama y al nombre. ¿Cómo sabemos que no ha sido eso lo mejor? ¡La grandeza, el aplauso de las masas! En efecto, mi joven señora, quizá sea lo mejor que haya renunciado a ellos. Quizá no hubiera podido comprar con ellos, en el mercado corriente, un anuncio de zapatero y el arte de poner suelas. Puede que uno haga bien en deshacerse de ellos a precio de costo. ¿Qué opina usted, señora? 

-Creo que tiene razón -dijo ella despacio. 

El desconocido le dirigió una mirada penetrante con sus ojos azules como el hielo. 

-¿Es ésa su opinión -dijo- en este hermoso día de verano? Zapatero, a tus zapatos. ¿Cree usted que haría mejor uno en dedicarse a confeccionar pociones y píldoras para las personas enfermas y el ganado de este mundo? -rió brevemente-. Es un chiste muy bueno. Dentro de cien años se escribirá en un libro: «Una pequeña señora de Dinamarca le aconsejó que siguiera siendo zapatero. Por desgracia, él no siguió aquel consejo. Adiós, señora, adiós -y tras estas palabras, se levantó y reanudó su paseo. 

Jensine observó cómo se perdía su figura entre las colinas. La patrona había salido a ver si había encontrado al zapatero. Jensine seguía mirando al desconocido. 

-¿Quién es aquel señor? -preguntó. 

La mujer se protegió los ojos con la mano. -¡Ah, ya! -dijo-. Es un señor muy culto; un hombre importante. Ha venido a recoger historias y canciones antiguas. En otro tiempo era boticario. Pero tenía un teatro en Bergen y escribía obras para representarlas en él también. Se llama herr Ibsen.

Por la mañana llegó noticia del embarcadero de que el barco iba a llegar antes de lo previsto, y hubo que ponerse en marcha a toda prisa; la patrona mandó a su hijo pequeño a casa del zapatero a recoger las perlas de Jensine. Cuando los viajeros estaban ya sentados en el coche, llegó el chico con las perlas, envueltas en una hoja de libro y ensartadas en un cordón encerado. Jensine las desenvolvió y se dispuso a contarlas, pero lo pensó mejor y se abrochó el collar, sin hacerlo, alrededor del cuello. 

-¿No debías contarlas? -le preguntó Alexander 

Ella le dirigió una mirada larga. 

-No -dijo. 

Fue callada durante el trayecto. Aún resonaban las palabras de él en sus oídos: «¿No debías contarlas?» Iba sentada a su lado, triunfal. Ahora sabía lo que sentía un triunfador. Alexander y Jensine estuvieron de vuelta en Copenhague en una época en que la mayoría de la gente estaba fuera de la ciudad y no había grandes acontecimientos sociales. Pero Jensine recibía visita de muchas esposas de jóvenes militares amigos de él e iban todos juntos al Tívoli de Copenhague en las noches veraniegas. Todos hacían elogios de Jensine.
Su casa se hallaba al lado de uno de los viejos canales de la ciudad y daba fachada al Museo Thorvaldsen. A veces, de pie junto a la ventana, contemplaba las embarca ciones; y pensaba en Hardanger. En todo este tiempo no se había quitado las perlas ni las había contado. Estaba convencida de que al menos faltaría una. Imaginaba que el peso que notaba en el cuello era distinto del de antes. 

¿Cuánto sería, pensaba, lo que había sacrificado por la victoria sobre su marido? 

¿Un año, o dos, de su vida de casados, antes de sus bodas de oro? Esas bodas de oro parecían muy lejanas; sin embargo, cada año era precioso; ¿cómo iba a poder desprenderse de uno de esos años? En los últimos meses de ese verano la gente empezó a hablar de la posibilidad de una guerra. La cuestión Schleswig-Holsteinse había vuelto inminente. Una proclama real danesa, en marzo, había rechazado todas las pretensiones alemanas sobre Schleswig. Ahora, en julio, una nota alemana exigía, so pena de ejecución federal, la retirada de dicha proclama. Jensine era una patriota apasionada y leal al rey, que había dado al pueblo una constitución libre. Estos rumores la pusieron en un estado de gran nerviosismo. Consideraba frívolos a los jóvenes oficiales, amigos de Alexander, por su manera frívola y jactanciosa de hablar sobre el peligro que corría el país. Si quería hablar en serio de la crisis tenía que recurrir a su propia familia. Con su marido era imposible; pero en su fuero interno sabía que él estaba tan convencido de la invencibilidad de Dinamarca como de su propia inmortalidad. 

Jensine se leía los periódicos de cabo a rabo. Un día, en el Berlingske Tidente se tropezó con la siguiente frase: «El momento es grave para la nación. Pero confíamos en la justicia de nuestra causa, y no tenemos miedo.» Fueron, quizá, las palabras «no tenemos miedo» las que la animaron. Se sentó en una silla junto a la ventana, se quitó las perlas y se las puso en el regazo. Permaneció un momento con las manos entrelazadas sobre ellas, como en oración. Luego las contó. Había cincuenta y tres perlas en el collar. No dio crédito a sus ojos y volvió a contarlas; pero no había error: eran cincuenta y tres y la de en medio era la más gruesa. 

Jensine siguió largo rato sentada en la silla, completamente confundida. Sabía que su madre había creído en el Diablo. En este instante, a la hija le ocurrió lo mismo. No la habría sorprendido oír una carcajada detrás del sofá. ¿Se habían confabulado las potencias del universo, pensó, para reírse de una pobre chica? 

Cuando consiguió ordenar otra vez sus pensamientos, recordó que antes de que Alexander le regalase el collar el viejo joyero de la familia de su marido le había arreglado el cierre. Así que sin duda conocía las perlas y podía decirle algo al respecto. Pero estaba tan asustada que no se atrevía a ir a verle. Sólo unos días más tarde le pidió a Peter Skov, que había ido a visitarla, que le llevase el collar. 

Volvió Peter y le contó que el joyero se había puesto las lentes para examinar las perlas; y luego, asombrado, declaró que había una más desde la última vez que lo había visto. 

-Sí, la que me dio Alexander -comentó Jensine, ruborizándose intensamente ante su propia mentira. 

Peter pensó, lo mismo que el joyero, que era una generosidad barata en un teniente, hacerle un regalo costoso a la rica heredera con la que se había casado. Pero le repitió las palabras del anciano. «El señor Alexander», había declarado, 

«ha demostrado ser un extraordinario entendido de perlas. No vacilaré en declarar que esta sola perla vale tanto como todas las demás juntas. Jensine, aterrada aunque sonriente, le dio las gracias a Peter; aunque éste se marchó con cierta desazón, ya que tenía el convencimiento de que la había molestado o asustado. Hacía algún tiempo que Jensine no se sentía bien; y cuando, en septiembre, hubo unos días de tiempo bochornoso y pesado en Copenhague, Jensine palideció y perdió el sueño. Su padre y sus dos viejas tías estaban preocupados por ella y trataron de convencerla para que fuese a pasar una temporada en la residencia que su padre tenía en Strandvej, en las afueras de la ciudad. Pero Jensine no quiso dejar su casa ni a su marido; ni quería tampoco ponerse bien, pensó, hasta haber llegado al fondo del misterio de las perlas. Una semana después decidió escribir al zapatero de Odda. Si, como herr Ibsen había dicho, había sido estudiante y poeta, sabría leer y contestaría a su carta. Le pareció que, en su actual situación, no tenía ningún amigo en el mundo más que a este anciano tullido. 

Deseó poder volver a su taller, a las paredes desnudas y a la silla de tres patas. Por las noches soñaba que estaba allí. El viejo le había sonreído con dulzura: sabía muchos cuentos infantiles. Quizá sabría consolarla. Sólo durante un momento tembló al pensar que quizá había muerto y entonces no lo averiguaría nunca.Durante las semanas siguientes la sombra de la guerra se hizo más densa. Su padre estaba preocupado por las perspectivas y por la salud del rey Federico. En esta nueva situación, el viejo comerciante empezó a enorgullecerse de que su hija se hubiese casado con un soldado, cosa que antes no podía haber estado más lejos de su pensamiento. Él y las viejas tías mostraron gran respeto por Alexander y Jensine.


Un día, medio en contra de su voluntad, Jensine le preguntó a Alexander sin rodeos si creía que habría guerra. 

-Sí -contestó él con convencimiento-, habrá guerra. No puede evitarse. Siguió silbando una canción de soldados. La visión de la cara de ella le 

hizo detenerse. 

-¿Te da miedo? -preguntó. 

A Jensine le pareció inútil, incluso indecoroso, explicarle sus sentimientos respecto a la guerra. 

-¿Tienes miedo por mí? -preguntó él otra vez. Ella desvió la cabeza. 

-Ser la viuda de un héroe -dijo él- sería el papel más apropiado para ti, cariño. 

A Jensine se le llenaron los ojos de lágrimas, tanto de ira como de dolor. 

Alexander se acercó y le cogió la mano. 

-Si caigo -dijo-, será un consuelo para mí recordar que te he besado todas las veces que me has dejado -la volvió a besar ahora, y añadió-: ¿Será un consuelo para ti? 

Jensine era una joven sincera. Cuando le preguntaban, trataba de encontrar respuesta veraz. Ahora pensó: «¿Sería un consuelo para mí?» Pero no pudo encontrar la respuesta en su corazón. 

Todo esto dio a Jensine mucho que pensar, así que medio se olvidó del zapatero; y cuando, una mañana, encontró su carta en la mesa del desayuno, por un momento creyó que era de un mendigo, de los que recibía muchas. Un instante después palideció intensamente. Su marido, enfrente de ella, le preguntó qué le pasaba. No le contestó, sino que se levantó, se retiró a su propio cuartito de estar y abrió la carta junto a la chimenea. Los caracteres cuidadosamente trazados le recordaron el rostro del anciano como si le hubiese enviado un retrato. 

«Estimada señora danesa», decía la carta: «Sí; yo le puse la perla en el collar. Quería darle una pequeña sorpresa. Concedía usted demasiada importancia a sus perlas cuando me las trajo, como si temiese que fuera yo a robarle alguna. Los viejos, igual que los jóvenes, tienen que divertirse a veces. Si la he asustado, le ruego, por favor, que me perdone. La perla esa vino a mis manos hace dos años, cuando le arreglé el collar a la señora inglesa. Se me quedó olvidada y la encontré después. La he tenido dos años, pero no la necesito para nada. Es mejor que la tenga una joven señora. La recuerdo a usted sentada en mi silla, muy joven y bonita. Le deseo suerte y que le ocurra algo agradable el mismo día que llegue esta carta. Y que pueda llevar la perla mucho tiempo, con corazón humilde, firme confianza en Dios y un pensamiento amable para este viejo de aquí, de Odda. Adiós. 

»Su amigo

Peter Vilcen.» 

Jensine había leído la carta acodada en la repisa de la chimenea, para sostenerse. Al levantar la vista, se encontró con los ojos graves de su propia imagen en el espejo que había encima. Eran severos; como si le estuvieran diciendo: «Eres una verdadera ladrona; o si no, has recibido objetos robados; así que no eres mejor que un ladrón.» Permaneció de pie largo rato, inmóvil. Por último pensó: «Todo ha terminado. Ahora sé que jamás conquistaré a los que no conocen las preocupaciones ni el temor. Es como la Biblia; yo les heriré en el talón, pero ellos me herirán en la cabeza. En cuanto a Alexander, debía haberse casado con la señora inglesa.» 

Para su enorme sorpresa, descubrió que no le importaba. Alexander se había convertido en una pequeña figura en el fondo de su vida; no importaba lo más mínimo lo que hiciera o pensara. No importaba que la hubiesen ridiculizado. 

«Dentro de cien años», pensó, «todo dará igual». ¿Qué importaba entonces? Trató de pensar en la guerra, pero encontró que la guerra tampoco le importaba. Sentía un extraño vértigo, como si la habitación se hundiese a su alrededor, aunque no de manera desagradable. «¿No quedaba nada notable» pensó, «bajo la luna visitante?» Ante las palabras «la luna visitante» los ojos de la imagen del espejo se abrieron como asombrados; las dos jóvenes se miraron mutuamente. Algo de suma importancia, concluyó, había surgido en el mundo ahora y seguiría en él cien años. Las perlas. Durante cien años, un joven se las regalaría a su mujer y le contaría su propia historia sobre ellas, igual que Alexander se las había regalado a ella, y le había contado la historia de su abuela. 

El pensar en estos dos jóvenes dentro de cien años le produjo tal ternura que se le llenaron los ojos de lágrimas, y se sintió feliz, como si fuesen viejos amigos suyos con los que se hubiese reencontrado. «¿No pedir tregua?», pensó. 

«¿Por qué no? Sí, la pediré; gritaré lo más fuerte que pueda. Ahora no consigo recordar por qué razón no debía pedir tregua.» 

La figura minúscula de Alexander, en la ventana de la otra habitación, le dijo:

-Por ahí viene tu tía mayor, con un gran ramo de flores. 

Lenta, muy lentamente, Jensine apartó los ojos del espejo y volvió al mundo del presente. Fue a la ventana. 

-Sí -dijo-, son de Bella Vísta -que era como se llamaba la residencia de su padre. Desde la ventana, marido y mujer miraban hacia la calle.


La autora


Isak Dinesen es el seudónimo de la escritora danesa Karen Blixen, quien nació el 17 de abril de 1885.
Debutó en 1934 con su libro Siete cuentos góticos, que le mereció el premio «Libro del año del Club Americano del libro»; el éxito abrió el mercado para Blixen que publica el libro en danés al año siguiente.
A pesar de su carácter aristocrático y su alejamiento del mundo cultural del siglo XX, Karen Blixen es una narradora moderna en cuanto a su mensaje, que a menudo adopta la forma de una invitación a la liberación, en particular la de la mujer, cuya opresión repetidamente denunció en muchos de sus cuentos, y que la emparenta a la corriente intelectual radical de este siglo.
Falleció en Dinamarca el 17 de setiembre de 1962.

Bibliografía: Siete cuentos góticos, El festín de Babette, Memorias de África, Cuentos de invierno, Ehrengard, Lejos de África, Cartas de África, Sombras en la hierba, Anécdotas del destino, El cuento del joven marinero, Carnaval y otros cuentos, Vengadores angelicales, Cartas desde Dinamarca.